El Ritz en la Antártida

El Ritz en la Antártida
Susana Fortes
El libro estaba en el estante de abajo, en el rinconcito de la izquierda. Me gusta tenerlo a mano, por si acaso. Cuando alrededor el mundo se tambalea, es bueno saber que ciertas cosas -al menos algunas cosas- siguen estando en su sitio.
Y el libro estaba ahí con su hazaña increíble. Las historias de exploradores y los atlas históricos ilustrados eran mis preferidos de pequeña. En ellos aprendí cosas que no me ensañaban en el colegio. Aprendí por ejemplo que los dos Polos no son iguales como yo creía, sino completamente distintos. El Polo Norte es agua, mientras el Polo Sur es tierra. Bajo el hielo del Norte sólo hay mar. Bajo el hielo del Sur, un continente entero. El Norte estuvo poblado desde hace más de diez siglos por los inuit, las familias de esquimales que venían en aquellas barajas infantiles de los pueblos del mundo. El Sur en cambio jamás estuvo habitado.
Las exploraciones del Polo Sur no tenían un fin práctico, como encontrar un paso navegable o recursos. El reto residía en la pura aventura de atravesar de parte a parte por primera vez un continente helado. Lo intentaron tres exploradores: Scott, que murió en el empeño. Justo cuando estaba a punto de lograrlo, el noruego Amundsen se le adelantó. Pero fue Shackleton el que se llevó el mayor reconocimiento. Su expedición a bordo del Endurance fracasó en su objetivo de cruzar la Antártida. Sin embargo pasó a la Historia como el mejor de todos. El imbatible. The Boss Shack.
Sir Edward Raymond Priestley, explorador y geólogo británico, tuvo la suerte de conocerlos a los tres y lo tenía muy claro: «Para una expedición científica yo elegiría a Scott; para un rally rápido por el polo, a Amundsen; pero en medio de la adversidad, cuando estés metido en un maldito agujero sin salida, ponte de rodillas y reza para que te envíen a Shackleton».
Todo empezó con un legendario anuncio publicado en The Times: «Se buscan hombres para viaje arriesgado. Poco sueldo. Mucho frío. Largos meses de oscuridad total. Peligro constante. Regreso a salvo dudoso. Honor y reconocimiento en caso de éxito». Las cartas estaban desde el principio boca arriba sobre la mesa. Algo que cualquier tripulación como dios manda agradece.
En diciembre de 1914 Ernest Shackleton partió con una expedición de veintisiete hombres a bordo del Endurance hacia la Antártida, el último continente inexplorado. Un mes más tarde el barco encalló en el hielo del mar de Wedell, en el borde del Círculo Polar Antártico. El velero aguantó varios meses atrapado entre dos inmensos bloques de hielo hasta que la presión del mar hizo tenaza y lo reventó literalmente como un cascaron de nuez.
Fue entonces cuando los veintisiete hombres que formaban la tripulación protagonizaron una de las épicas más increíbles de la historia de la navegación. Sobrevivieron durante casi dos años saltando de iceberg en iceberg, sin apenas provisiones, a una temperatura inferior a 40º bajo cero. Aguantaron la anemia polar, las noches locas del invierno antártico con yesca en las pestañas y el globo entero colgándoles debajo de los pies. El objetivo primordial de Shackleton, cuando el barco quedó destrozado, era sacar de aquel infierno blanco a sus compañeros sin perder una sola vida. Y fue en esa misión imposible donde consiguió su mayor hazaña.
Lo logró. La clave de su éxito como en cualquier situación límite fue mantener las rutinas diarias. Con los enseres que lograron salvar de la embarcación, montaron distintos campamentos base en los islotes que fueron encontrando. Shackleton adiestró a sus hombres para alternar las tareas de caza, cocina y supervivencia con otras actividades, como campeonatos de ajedrez y de backgammon. Rescataron del barco unos tablones con los que hicieron una mesa larga de madera que llamaban “El Ritz”. Organizar cenas de gala en una de las regiones más salvajes del mundo no tendría ningún sentido, si no fuera porque las velas que parpadeaban sobre la mesa en mitad de la oscuridad del invierno polar evocaban disciplinas más profundas, unos valores inculcados mucho antes. Una especie de ritual que les ayudaba a recordar quiénes eran y de dónde venían. Y así mantener en pie el amor propio, eso tan sagrado que hace que un hombre no se rinda.
Por el mismo motivo montaba recitales de poesía: Browning, Kipling, Tennyson… En las horas de luz jugaban partidos del fútbol en la nieve de los que queda una foto maravillosa de Frank Hurley, el fotógrafo de la expedición. Sin duda unos pases de balón jamás vistos en aquella latitud para asombro de los pingüinos. Combatían la adversidad con buen humor. Respetaban los horarios. Los brindis de los sábados: «Por nuestras esposas y por nuestras amantes, para que nunca se conozcan». Los conciertos de banjo los domingos. La lectura de Las aventuras de Sherlock Holmes por la noche en las tiendas. Shackleton no era ningún excéntrico. Sabía bien que son esos pequeños hábitos los que nos salvan la vida.
Nunca se rindió a la fatalidad. Cuando parecía que todo estaba perdido, partió hacia la nada con cinco de sus hombres, desde la isla Elefante, en busca de ayuda hasta una estación ballenera que se hallaba a 1.300 kilómetros, en las islas Georgias del Sur. Y lo logró. Llegó casi cuatro meses después para rescatar a los otros veintidós que habían quedado atrás. Lo primero que preguntó al desembarcar fue: «¿Están todos bien?» Sí. Todos estaban bien.
Lo consiguieron. Fueron recibidos como héroes en la niebla de aquel Londres victoriano con bobies de silbato y capelina.
Hay numerosos libros que cuentan con detalle esta épica de supervivencia. En ediciones grandes y de bolsillo, con ilustraciones o sin ellas, como: Sur, del propio Shackleton; Endurance, la prisión blanca, de Alfred Lansing, Atrapados en el hielo, de Caroline Alexander; El viaje de Shackleton ilustrado por William Grill y una edición española que recoge sus andanzas por la Antártida, a cuyo alumbramiento asistí mientras mi hermano Alberto trajinaba con cartas náuticas y brújulas por casa. No estaría de más que tuvieran cerca alguno de estos libros. Porque nunca se sabe.
Vivimos tiempos convulsos en los que el mundo ha caído en manos de dos tiranosaurios de la peor especie. Estamos en un maldito agujero, con el barco a punto de irse al garete. Quizá sea buen momento para recordar al Boss Shack. Su idea del amor propio como un valor intrínseco en sí mismo. Aquellas noches en las que se sentaba con su tripulación a cenar en unos tablones de madera iluminados por velas que centelleaban en el hielo, comportándose en la zona más inhóspita de la tierra como caballeros en la mejor mesa del Ritz.
Las normas del viejo mundo. Europa, ya saben. A día de hoy los únicos valores fiables de la civilización.
Suscríbete para seguir leyendo
- Detienen a una famosa influencer por robar a un empresario tras un encuentro íntimo
- Dos expertos concluyen en un informe al juzgado de la dana que Mazón debió declarar la emergencia catastrófica
- Trasladan a una mujer de 210 kilos que llevaba dos décadas sin salir de casa
- ¿Por qué tengo ojeras si duermo bien? Descubre las 4 enfermedades que pueden ser la causa
- Así es la acromegalia, la enfermedad que sufre Begoña: 'Los anillos me quedaban pequeños y cada vez usaba zapatos más grandes
- El ayuntamiento rebaja de ocho a dos las alturas del plan especial de Campanar-Beniferri
- Un colegio de València arrasa en una prestigiosa competición internacional de ciencia y tecnología
- Acusan a un médico de asesinar al menos a 15 pacientes en cuidados paliativos