Teoría de las fronteras

Rescate de la primera novela de la autora de ‘Pasión Nails’, en el que una socióloga hace la crónica de sus entrevistas con mujeres en riesgo de exclusión, y de su propia reinvención laboral y personal

Teoría de las fronteras

Teoría de las fronteras

Alfons Cervera

Alfons Cervera

Escribes al otro lado de las fronteras. Antes has vivido la esperanza de las tierras prometidas, casi siempre falsas, como aquellos frascos de crecepelos que vendían los mercachifles con sombrero de copa en las plazas de Tombstone o Dodge City. Lo que hay al otro lado casi nunca es lo que esperabas. O nunca. Antes, también, está la decisión de mirar por encima de las casas, como si fuera posible alcanzar la línea del horizonte. Todo mentira. El puto capitalismo, en sus más diversos disfraces de un carnaval grotesco, ha convertido los sueños en un espejismo como el agua y los camellos en los oasis del desierto. Sin embargo, no te rindes. Recurres a la música, por ejemplo, para que no sean siempre los libros que, como los que ahora se estilan -aunque sea muchas veces con el celofán de las novelas-, son como siniestros manuales de autoayuda (¡habrase visto nunca tanto engaño!). Sí, te detienes un rato en la música de Led Zeppelin porque te chiflan los riffs a ratos demasiado abruptos, pero siempre milagrosos, de Jimmy Page. Y vas a parar, casi a punto de cruzar los peligros de la autovía, a Stairway to Heaven porque la voz de Robert Plant y la guitarra de Page son más suaves que nunca, más tristemente esperanzados en que haya otro mundo después del cruce y aún «puedes cambiar el camino que siempre ha sido el tuyo». Entonces pones a toda mecha el volumen de los auriculares y te adentras en las profundidades sinuosas del barrio.

El barrio. Los barrios. Los mismos nombres que las huertas sobre las que se asentaron a la llegada del pueblo: La Carrasca, la Barzola, el Cerezo, Miraflores… Ahí los bloques, en esas profundidades urbanas, como en casi todas las novelas de Rosario Izquierdo. Como en El hijo zurdo y Pasión Nails. Como en esa «escritura de la dignidad» que, con más acierto imposible, señala Cristina Consuegra en el epílogo de este tan breve como insuperable Diario de campo que ya publicó Caballo de Troya en 2013 y ahora acaba de salir en Alianza editorial. Leer es releer, creo que dijo Julio Ramón Ribeyro en alguna parte. Un gozo grande aprovechar la ocasión para regresar a este libro a ratos tan duro como las vidas de tanta gente -la que sale en esta novela que apenas dura poco más que Immigrant song o Whole Lotta Love- cuando las cosas vienen torcidas. Tan duro, digo. Porque la blandura tiene poca cabida -ninguna- en los libros que no mienten, que se escriben porque de alguna manera hay que comprometerse con eso tan raro que es la verdad: también o sobre todo en la escritura. Porque como nos enseña Natalia Ginzburg: «está el peligro de estafar con palabras que no existen de veras en nosotros, que hemos encontrado por casualidad fuera de nosotros y que reunimos con destreza porque hemos llegado a ser bastante listos. Está el peligro de pasarnos de listos y estafar». Disculpen el largo párrafo explicativo, pero lo considero de lo más apropiado para describir lo que no es la escritura de Rosario Izquierdo y que, por el contrario y sin pudor ninguno, sí que llena los escaparates diseñados por las multinacionales de la estafa literaria.

La escritura de una autora que se adentra -en esta novela y en las que cité hace un instante- en los territorios del conflicto: que algún listillo de los que habla Natalia Ginzburg me explique qué son las buenas novelas sino la explosión nada rutinaria y blandengue de un conflicto. Y en la escritura de Rosario Izquierdo esa explosión es siempre las condiciones de clase. Las vías de tren, las grandes avenidas, esas cintas inacabables de autos a mil por hora que son las autopistas: la frontera que separa la ciudad de los bloques de viviendas ubicados entre la masa informe de los polígonos industriales. Pero no se aprovecha del sufrimiento de clase para entregar esa escritura a la compasión fácil o la negrura del futuro. Siempre la luz de la solidaridad, de abrirse al aire de los parques, de saber que también -o sobre todo- se escribe para que las fronteras no sean el colapso de los sueños: «la proximidad del parque humaniza las fronteras». Ahí se mueven la escritura de lo público en el espacio de la precariedad y la propia inclusión de quien escribe en ese mismo espacio. La mujer que trabaja con mujeres que rozan -si no la han alcanzado de sobra- la exclusión social: «En aquel momento, más que considerarme experta en cualquier asunto, me sentía yo misma en riesgo de exclusión social». La familia. La pareja. La maternidad. Eso y mucho más en la picota de la discusión. Sin pamplinas ni excusas de escrituras listillas. Vivir en las afueras de los spots publicitarios de una sociedad del bienestar que es carne de cañón para las tripas insaciables del Ibex 35.

Habla Cristina Consuegra, en ese final que es como la continuidad natural de este libro dolorosamente fascinante, de «temblor» y de «verdad». Dos palabras para enmarcar porque definen, mejor que de ninguna otra manera, lo que antes yo nombraba como «conflicto» para hablar de la buena literatura. Después de doce años desde su aparición, el regreso a las librerías de Diario de campo es una noticia que conforta, que te hace bien. Sobre todo cuando piensas en las listas de éxitos que llenan los escaparates y te entran ganas de… Bueno, me callo, ¿vale? Me callo, no vaya ser que la liemos...

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