La astucia del escritor y la sagacidad de la Iglesia
Javier Cercas viaja al fin del mundo, a Ulán Bator, la capital de Mongolia, con el Papa para intentar descifrar a Jorge Mario Bergoglio

Javier Cercas en la presentación de su libro, el lunes en Madrid. / EFE/F.Vilar

Este libro va a dar guerra. Y eso que Javier Cercas se pone la venda antes de que, una vez más, le puedan acusar de blanquear a sus personajes. A los falangistas, en Soldados de Salamina; a Adolfo Suárez, en Anatomía de un instante; o a Enric Marco, en El impostor, por citar los más conocidos. Lo sabe y preventivamente explica que, lejos de blanquear a la Iglesia y al Papa, va a intentar, como escritor que es, comprenderla, no juzgarla. De eso va El loco de Dios en el fin del mundo. Una novela construida a partir de un viaje a Mongolia con el Papa que le permitirá acercarse al Pontífice, a algunos miembros de la curia y a los misioneros que ejercen su labor en ese enorme país con poco más de un millar de católicos.
Novela de no ficción, pero novela al fin y al cabo, Cercas define los personajes y establece una trama con su correspondiente planteamiento, nudo y desenlace. Un desenlace que, se supone, solo se supone, resolverá el misterio por el que, dice, se ha embarcado en este extraño viaje. ¿Y cuál es ese misterio? Pues nada más y nada menos, que el de la resurrección de la carne y la vida eterna, dogma católico por excelencia. ¡Vaya tela! dirán algunos, eso no es un misterio, eso es pura metafísica. Pues sí, y aquí entra la habilidad del novelista para organizar el relato.
¿Cómo lo articula? Loo primero que hace es desdoblarse. Por un lado, Javier Cercas es el narrador, pero también es un personaje. De manera que se pinta como un intelectual ateo, anticlerical, laicista militante, racionalista contumaz y un impío riguroso, pese a haber sido educado en un colegio de curas y en una familia profundamente católica. Y en esa familia católica, o en lo que queda de ella, una madre con la cabeza laminada por el alzhéimer, encuentra la clave de bóveda sobre la que sostendrá el relato.
Desde que murió su padre, la madre del escritor, «católica a machamartillo», se muestra convencida de que cuando fallezca, volverá a encontrarse con él. El escritor ha recibido una invitación del Dicasterio para la comunicación (ministerio de propaganda del Vaticano) para viajar con el Papa y su séquito a Ulán Bator, la capital de Mongolia. Le proponen escribir lo que quiera sin ningún tipo de censuras. Tras vencer las primeras reticencias, Cercas acepta con la condición de que le permitan hablar un momento con Francisco, para preguntarle por la vida eterna y llevarle a su madre el mensaje del Papa sobre un próximo encuentro con su marido.
Ese leitmotiv se repite a lo largo de toda la novela. Sin embargo, ese tema recurrente no deja de ser un macguffin, un artificio narrativo que le sirve al escritor para mantener el suspense del relato. Porque, por más que lo proclame con solemnidad y lo repita continuamente, ese no es el argumento de la novela. No, el asunto principal del libro es Jorge Mario Bergoglio y su transfiguración en el papa Francisco. A ello dedica el grueso de la narración, trescientas páginas, reunidas en un capítulo que titula como «Los soldados de Bergoglio».
¿Quiénes son esos soldados? Por un lado, los cuadros directivos del aparato de propaganda del Vaticano: Lorenzo Fazzini, un laico, simpático y tragón, responsable de la editorial de la Santa Sede; el también seglar Andrea Tornielli, que es el director editorial de todos los medios de comunicación del vaticano, con doscientos setenta periodistas a sus órdenes y que es quien mejor le explica por qué la gente quiere a Francisco; el padre Antonio Spadaro, jesuita como el Papa, director de la revista oficiosa del vaticano La Civilità Católica, que está considerado el teólogo de cabecera de Francisco; y Paolo Ruffini, el jefe de todos ellos en su condición de Prefecto del Dicasterio para la comunicación. Periodista de reconocida trayectoria, es el primer seglar que ocupa uno de los «ministerios» del Vaticano. Junto a estos profesionales, antes de partir hacia Mongolia, el escritor establece una conexión excelente con el cardenal y reconocido poeta José Tolentino, prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación. Y también, con el periodista retirado Lucio Brunelli, un antiguo vaticanista considerado el gran amigo del Papa. Los testimonios de todos ellos y una documentación a fondo le sirven a Cercas para ir esbozando la figura de Francisco, al que nos pinta como un papa anticlerical. Un papa que entiende la Iglesia como el pueblo de Dios que se proyecta al futuro mediante un proceso asambleario de escucha y oración, que en la jerga del Vaticano se llama «sinodalidad».
Ese retrato se completa con el de la figura de los misioneros y misioneras a los que conoce en Ulán Bator, por los que Cercas queda tan absolutamente fascinado que a su regreso a Roma proclama eufórico que la solución a los problemas de la Iglesia es que todos se hagan misioneros.
No desvelaré el contenido del último capítulo «El secreto de Bergoglio», en el que además de dedicarle un pastiche parodiando un poema de Nicanor Parra, hace una espléndida semblanza final del hombre y del Papa. Un retrato que, por lo demás, habrá complacido a los Fazzini, Tornielli, Spadaro, Brunelli, Ruffini y demás soldados de Bergoglio. Tampoco destriparé la respuesta del Papa a la pregunta de Cercas para su madre y que, como un señuelo, ha ido guardando hasta las páginas finales. Pero si diré que, leído el libro, no tengo nada claro que sea la pregunta de una madre «católica a machamartillo», sino la de un hijo al que, tal vez, le gustaría recuperar la fe.
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