De héroes y diosas

De héroes y diosas

De héroes y diosas

Susana Fortes

Susana Fortes

Una temporada en Nueva York cambia a cualquiera. Para bien o para mal. La vida va demasiado rápida, hay que tener los reflejos bien entrenados. Y un poco de suerte. Ray Loriga la tuvo. Al menos aquel día.

Era primavera en el West Village, ya saben, calles bohemias con árboles, pequeñas librerías, pastelerías judías y esas casas adosadas en hilera, de piedra rojiza, con escalera y barandilla a la entrada, que parecen salidas de una película. De hecho es la zona en la que viven muchos actores: Carrie Bradshaw en la serie de ficción y en la vida real, Nicole Kidman, Uma Thurman, Julianne Moore...

Él estaba fumando un cigarrillo precisamente en la entrada de una de esas casas, la del director de cine Julián Schnabel. Seguro que recuerdan su película sobre el escritor cubano Reynaldo Arenas, interpretado por Javier Bardem. La casa de Schnabel y su mujer era en la práctica una especie de embajada para el cine español que siempre acogía las fiestas de promoción de nuestras películas y actores. Y aquella era una de esas ocasiones. Nada menos que la presentación en Nueva York de la 50º edición del Festival Internacional de cine de San Sebastián. En eso pensaba Ray Loriga cuando ve bajar de un coche a una señora guapísima.

Era ella, claro.

-¿No tendrás otro cigarrillo? -le preguntó.

Él se apresuró a ofrecerle la cajetilla, tragando saliva, pero aparentando normalidad absoluta, como si no estuviera ante una diosa del Olimpo, sino ante una persona normal y corriente. Y empezaron a charlar.

-¿De dónde eres?

-De Madrid.

-Entonces seguro que conocerás a Chema Prado-. Prado era entonces el director de la Filmoteca Nacional.

-Sí, claro que lo conozco.

-Ya me parecía a mí que eras un chico listo. Voy a pedirte un favor-. Ella hablaba como en las películas. Y Ray Loriga tuvo que tragar saliva otra vez. Se entiende. Aquella mujer había estado con Bogart.

-¿Puedes cogerme de la mano, por favor, cruzar toda la fiesta y llevarme hasta Chema Prado sin que tenga que saludar absolutamente a nadie?

Cuando atravesaron de un extremo a otro todo el salón fue una locura, tuvieron que abrirse paso, igual que a machetazos en la jungla, en medio de una ola de histeria colectiva de fans que se le echaban encima. Lo único que ella repetía sin soltarse de la mano era.

-Don´t stop, Don´t stop. Don´t stop.

Cuando al fin consiguió dejarla a salvo junto a Chema Prado, mientras ambos se saludaban con un abrazo, se volvió hacia él y le guiñó un ojo.

-Sabía que eras un chico listo.

«Entrar en una fiesta de la mano de Lauren Bacall es una de las mejores cosas que me ha pasado en la vida», dijo el autor de Cualquier verano es un final, la primera novela que Ray Loriga escribió después de muerto.

En realidad se llamaba Betty Joan Perske. Había estudiado interpretación en la American Academy of Dramatic Arts, pero para llegar a fin de mes trabajaba también como modelo. Salió en una portada de Harper’s Bazaar, frente a una ventana del servicio de donantes de la Cruz Roja americana y así fue como Howard Hawks reparó en ella. Hawks buscaba rostros para sus nuevos proyectos, y le pidió a su secretaria que la contactara. Pero cuando se presentó en Hollywood para una audición la cosa no funcionó.

«De repente apareció una cría con falda escolar, jersey de lana y una voz de pito insufrible, aguda y nasal…», recuerda el director en una entrevista con Joseph McBride. Aunque le supo mal porque ella parecía muy ilusionada, no le quedó más remedio que rechazarla. Las actrices con las que trabajaba eran mucho más sofisticadas y en ningún caso hablaban con ese tono aflautado, por favor. Sin embargo le recomendó un famoso logopeda al que solía recurrir la gente del teatro para trabajar la voz.

Ella, pese al jarro de agua fría, no se vino abajo, sino que se quedó en Los Ángeles. Dos semanas después regresó a la oficina de Hawks y lanzó un «Hola, ¿cómo estás?» tan grave que temblaron los cimientos de Hollywood.

Lo que siguió fue un entrenamiento de cuatro meses que convirtieron definitivamente a Betty Joan Perske en Lauren Bacall. Aprendió de voz, de miradas y de cine, pero no era suficiente. Le faltaba un pequeño detalle.

Como era una cría menor de edad, 17 años, Hawks y su mujer la acompañaban a todas partes, hasta que un día le preguntaron que por qué nunca salía de las fiestas con algún chico. «Es que los hombres no se me dan demasiado bien», dijo ella. Ahí Hawks, frenó el coche, se giró hacia el asiento de atrás y le regaló otro consejo impagable: «¿Qué tal si dejas de ser tan simpática con ellos? ¿Por qué no pruebas a ser un poco borde?». Mano de santo.

Con la voz grave y un poco insolente, la mirada desafiante y la ironía afilada ya estaba preparada para el papel que la lanzaría al estrellato, en Tener y no tener, la novela de Hemingway en cuyos diálogos trabajaba Faulkner.

La primera vez que apareció en la pantalla, sola, a la sombra, abrió la boca para pedir una cerilla, lacónica. Estaba tan asustada, que clavó el mentón en el pecho para controlar la ansiedad. Y así, presa del pánico, nació esa mirada felina, de abajo arriba, que taladró la pantalla. Fue durante el rodaje donde conoció a Humphrey Bogart. Ella le enseñó a silbar y él le contó un par de trucos para cazarlas al vuelo. Fueron hasta el final. Juntos se enfrentaron al Comité de Actividades Antinorteamericanas que investigaba la supuesta infiltración comunista en el mundo del cine. Todos imaginamos perfectamente lo que ambos dirían ahora de esta pesadilla pavorosa en la que Trump ha convertido el sueño americano. No siempre comieron perdices, pero estuvieron a la altura.

Así que una entiende a Ray Loriga, cuando cuenta la escena de atravesar el salón de los Schnable, en medio de tintineos de copas, humo y corrillos de fans gritando: Miss Bacall, Miss Bacall…. Los treinta metros que recorrió de la mano de una diosa lo hizo con el mismo aplomo que emplearon en cruzar las Termópilas los héroes griegos elegidos de la fortuna.

Y si luego la vida te da una estocada y te pasa algo chungo, como le ocurrió a él cuando estuvo clínicamente muerto en un quirófano y perdió el ojo derecho, te acuerdas de ese momentazo, tragas saliva, te pones un parche de pirata y sigues adelante como un tipo con suerte, que es lo que en realidad eres. Porque el otro ojo, el que no está fuera de combate, sigue siendo brillante, lúcido, divertido, lleno de ángulos inesperados, con una puntería finísima para atrapar al vuelo todas las vidas que aún le quedan por escribir.

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