Las zonas oscuras
Paula Bonet interviene el relato ‘El año que nevó en Valencia’ de Chirbes con reproducciones de sus pinturas, inspiradas en la lectura

La ilustradora Paula Bonet / Levante-EMV

La mesa estaba llena de papeles. Pulcramente ordenados. Como si la sala que era toda la casa fuera una oficina como las que saca Kafka en algunos de sus relatos. A la izquierda, una caja llena de discos. El que más me llamó la atención fue uno de Toña la Negra. Hace muchos años, cuando aún me subía a los aviones, compré en México DF una casete con sus canciones. Y había más en la caja llena de viejas glorias del bolero. El ventanal, en la terraza acristalada, daba a los campos de Beniarbeig. Le pregunté por los montones de papeles. «Nada, cosas que se me ocurren, la mayoría están en blanco». Para nada. Todos estaban escritos con algo. No sé si con más novelas. O con los Diarios. Yo qué sé. Vivía Rafael Chirbes en la soledad del monte. Te vas de Burguillos y te vienes a vivir no a un pueblo sino al monte, le dije cuando me contó por teléfono que se volvía a su tierra desde Extremadura. No era moco de pavo aquella Extremadura de Rodríguez Ibarra. Nada menos: Rodríguez Ibarra. Para salir huyendo. Es lo que hizo el escritor, nacido en Tavernes de la Valldigna en 1949 y vecino de casi tantos sitios como los que quiere explorar con toda su pasta gansa el milmillonario nazi Elon Musk.
Se vino, pues, a su tierra mediterránea. A vivir casi aislado, paradójicamente con sus perros de aliados, no sé si los mismos que lo llenaban a él de miedo y de inquietud las noches de Mimoun, para mí su segunda mejor novela después de La buena letra. Así que se vino a la isla de la montaña porque el mundo era para él como el mar de tiburones que sale en La dama de Shanghai. Que se devoren entre ellos. Que los espejos donde se reflejan los desbarres morales de sus protagonistas se hagan pedazos y que los destrozos no lo cojan en medio, como uno más de los testaferros del horror que crecen como las moscas de Machado por el farandulero gremio literario.
El relato El año que nevó en Valencia lo leyó Rafael Chirbes en los cursos organizados por la Escuela de Profesores y Recursos de Cuenca en 2002 y sería publicado en sus Cuadernos de Mangana al año siguiente. En 2017 saldría en los Nuevos Cuadernos de Anagrama. Ahora, la misma editorial inicia con ese texto una nueva colección: Intervenciones. Una edición de lujo. Dos libros en uno. El que escribió Rafael Chirbes y el que escribe Paula Bonet. No era fácil juntar los dos mundos. La sequedad a la que uno nos tiene acostumbrados y ese brillo capaz de arrancarle la otra a los barros trágicos de la torrentera. De mar a mar. De una ciudad extrañamente nevada en 1956 a los azules desvaídos, una mezcla de colores que llena las páginas de un libro sorprendente, diría que mágico si no me sonara un punto cursi la palabra. Los nubla, esos colores, Paula Bonet, no sé si para escapar del miedo o guarecerse en las palabras de quien escribió la historia de la nieve cuando ella andaba convirtiendo los pies de sus compañeras de residencia de monjas en bocetos de artista, una artista que aún tardaría en comprender -en sentir tatuado en su propio cuerpo- que la vida era demasiadas veces una mierda.
Dos territorios tan distintos que finalmente no lo son: «No es un libro ilustrado. Tampoco es un catálogo de arte. El texto y la pintura dialogan…», escribe ella en un bellísimo epílogo que habla del descubrimiento de un escritor del que todo lo desconocía hasta hacía casi nada. Dos territorios que se juntan para contarnos la historia de una familia llena de secretos en la voz de un hombre adulto que recuerda un episodio de su infancia. Las manos de Rafael Chirbes y Paula Bonet dibujando, cada cual a su manera que no son al final tan diferentes, los itinerarios de una memoria que imagina lo que a lo mejor no sucedió o si lo hizo fue a escondidas, que es esa manera que tienen los adultos de contarse a sí mismos en un relato lleno de engañifas. La guerra siempre presente, lejos o cerca de lo que cuenta Chirbes en sus novelas. Pero siempre presente: «Un paisaje de posguerra, una historia de clases», escribe la mujer. Y sobre todo, cuando habla de su propio trabajo: «La fuerza de las luces de una pintura reside en el trabajo de las zonas oscuras». Diría yo que esas zonas oscuras son también lo más importante -a lo mejor lo único importante- en toda escritura decente.
En la Universidad de Alcalá de Henares escuché a Jacobo Llamas, profesor de la Universidad de León, la lectura de un texto suyo sobre El año que nevó en Valencia. Las atinadas referencias a Los muertos, el relato de Joyce llevado al cine por John Huston: «Chirbes fue muy dado a recuperar e introducir circunstancias y vivencias propias en diferentes novelas y personajes». Si ustedes leen o releen el texto de Joyce, seguro que estarán de acuerdo con esas semejanzas. La escritura -toda escritura- viene de otras anteriores. Lo mismo que algunas vidas no serían nada si no fuera porque hubo otras vidas que les fueron dejando huellas indias -señales de humo- en el camino.
«Sé que me gustaba mucho estar así, quieto, triste y solo…»: piensa eso el niño de El año que nevó en Valencia. Así Chirbes en la casa del monte lejos de un mar tomado por tiburones. En la mesa, montones de papeles en blanco llenos de vida. A la izquierda, según entrabas, la caja con los boleros de Toña la Negra y una vieja casete mexicana en mi memoria. Ahora todo ha cambiado en la casa, hoy sede de la Fundación que lleva el nombre del escritor. Los libros ocupan todo el espacio. Bien alineados en las estanterías o en pulcras vitrinas como en los museos. Y junto a esos papeles, otros con los colores del deslumbramiento y la fascinación que Paula Bonet pintó un día para dejar bien claro -aunque siempre pensamos lo contrario- que los encuentros felices también tienen literatura. Y de la buena, además. Y de la buena.
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