Posdata
Estaciones
En ‘La estación’, lo humano se difumina ante la inmensidad de una geografía regida por normas disparatadas e incuestionadas, mientras Geffray va disparando dardos

La estación de Raphaël Geffray. / ED
Álvaro Pons y Noelia Ibarra
Cuando entramos en una estación, en un aeropuerto, atravesamos un umbral dimensional que nos lleva a otro mundo de bullicio, de una diversidad infinita, donde se hablan mil lenguas mientras las multitudes se mueven sin apenas descanso al dictado de los letreros de salidas y llegadas. Espacios separados del mundo real que han sido escenarios lógicos para el cine y la literatura, de historias donde todo es posible, desde la magia al amor, desde el drama a la acción más atrevida, desde la ciencia ficción a lo cotidiano. Lugares que han creado imaginerías propias que subyugan hasta convertirse en universos consistentes como esa recreación de la estación de Montparnasse que protagoniza La estación, de Raphaël Geffray (Andana Gráfica, traducción de Núria Molines).
Andenes y halls gigantes por los que se mueven gentíos innumerables reconvertidos en apenas puntos y líneas, que serán el fondo sobre el que el artista desarrolle una historia de amor tóxico que traslada la isla de Circe a este centro neurálgico de comunicaciones de un futuro tan indeterminado como reconocible. La maga que atrajo a Odiseo es ahora una alta directiva que se encapricha de un joven músico, lo que le permitirá a Geffray componer una inusual fábula donde lo humano se diluye entre arquitecturas inmensas, territorios abiertos devenidos en paradójicas jaulas que encarcelan, encantamientos y hechizos que se reescriben en la época moderna en algoritmos y números, en coordenadas que anulan la identidad a la vez que marcan el destino con un código de barras y unas cifras. La opresión de la burocracia, que crea un retrato de la realidad que oscila entre la propuesta kafkiana y ese surrealismo de lo cotidiano de Jacques Tati, irá construyendo una historia de amor tóxico de esa directiva transmutada en una suerte de monarca absoluta, dirigente de un reino de accionistas que buscan solo resultados económicos y donde el amor representa otro espectáculo más. Un amor inventado desde un encuentro casual que modifica la vida de uno de los participantes según el dictado del desconocido con el que apenas se ha coincidido un instante y la cambia a su antojo, buscando que la imagen del otro coincida con la imaginada por el deseo personal. Un enamoramiento que se convierte en coacción, en pura sumisión y control al que se entrega el joven ante la asunción de que los tentáculos del poder una vez agarran una presa no la soltarán.
Con un estilo de trazo de lápiz orgánico y vibrante, el dibujante va esbozando un fuerte contraste entre la geometría de la arquitectura pura y la diagramática de los esquemas de funcionamiento de un cosmos en el que miles de habitantes entrelazan sus trayectorias en un paisaje hiperpoblado en el que es fácil ser invisible, fagocitado por el sistema en un mensaje, por desgracia, terriblemente actual. Lo humano se difumina ante la inmensidad de una geografía regida por normas tan disparatadas como incuestionadas, mientras Geffray va disparando dardos que nos hablan de migraciones, de esa tecnología que nos controla hasta geolocalizarnos con precisión milimétrica o de cómo la empresa se ha convertido en un monstruo que devora la realidad de trabajadores y usuarios hasta crear realidades paralelas. Y, entre ese panorama de locura, el arte se nos antoja como un clavo ardiendo que resulta ser arrasado sin piedad en esa sociedad del espectáculo debordiana, como parte más de ese particular muestrario de cabezas cortadas por el sistema y como triste recuerdo y demostración de que renunciar al arte es olvidarnos de nosotros mismos, de nuestra identidad.
Una obra poliédrica en lecturas, matices e interpretaciones, que nos lleva a una realidad fabulada tan extrañamente cotidiana y próxima como inquietante.
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