Lo que la bruma esconde
Una atmósfera brumosa arroja al lector a la búsqueda de su propio sendero en una obra de López Lam que obliga a pensar sobre lo que vemos más allá de la niebla

Lo que la bruma esconde / L-EMV
Álvaro Pons | Noelia Ibarra
Tres niños. Solos. Sin adultos en un mundo desaparecido. La distopía no puede resultar más perturbadora que cuando es interpretada por un tierno infante. Bien lo sabía Cormac McCarthy, al dejar que la mirada del pequeño protagonizara su novela y provocando que el lector se implicara en la narración de forma instantánea, quizás empujado por ese impulso visceral y programado en nuestra genética de proteger a las crías.
Sin embargo, Martín López Lam nunca ha necesitado de la llamada animal para que el lector se lance sin red a sus obras. El autor de títulos como Sirio, El año de la rata o El título no corresponde ha optado siempre por ubicar en el lado del lector las decisiones más complejas, retándolo y desconcertándolo ante la necesidad de encontrar su propia interpretación. En su nueva creación, Bruma (Aristas Martínez/Ediciones Valientes), lanza una propuesta que se mueve en el terreno de la ciencia-ficción apocalíptica, protagonizada por esos tres niños abandonados a su suerte, pero con esa capacidad de retar en la lectura intacta.
Desde un rabioso blanco y negro, visceral en el contraste de los espacios vacíos con la mancha de tinta, López Lam va construyendo una historia llena de misterios, marcada por una bruma estremecedora que todo lo envuelve. Un elemento icónico que involucra la intriga, desde el género detectivesco de Conan Doyle a la fantasía de King, y que para el dibujante supone una argamasa perfecta con la que apuntalar una atmósfera opresiva que nos deja ciegos y desamparados ante la aparición de elementos que se intuyen sobrenaturales, pero que nos hunden en un perturbador desconcierto. Los niños dibujados sin ojos están ciegos a su entorno, pero cuando la oscuridad los convierte en apenas sombras perfiladas, solo podemos ver unos ojos que nos inquieren con miedo y ansiedad, que nos piden que resolvamos el misterio, que nos enfrentemos como lectores a un demiurgo en pleno acto de imaginación. Y nosotros, como lectores, empezamos a buscar conexiones entre esa pérdida de la inocencia de la soledad infantil y la búsqueda de reglas a las que asirse en un mundo que desaparece entre sus manos, como Golding narró en la naturaleza salvaje, pero ahora entre calles vacías que esbozan tiempos que fueron de bulliciosa humanidad y ahora son espectros sin vida…
Pero López Lam nos tiene preparadas nuevas sorpresas en un epílogo que nos recuerda a Bradbury mientras obliga a releer todo lo anterior con nuevas claves que hablan de esas colonizaciones que se convierten en invasiones, de ese concepto mutante de la patria que se diluye en su vacua autoexaltación hasta llegar a una realidad apátrida que solo encuentra espacio propio y consciencia en un tiempo, en la vivencia de una época, quizás la de la infancia que marcaba Rilke. El blanco y negro radical deja paso a un color explosivo, a una síncopa de imágenes y textos que nos fuerzan a replantear lo sobrenatural y lo real como partes de un todo apenas esbozado, desde nociones que fluyen y mutan como en un caleidoscopio esquizofrénico desbordado por las ideas. Y, entre medio, López Lam juega con el lector con esa peculiar socarronería del que se sabe en posesión de los tiempos, de las palabras que reconvierten el género en metáfora de esa actualidad circundante que habla de odio al migrante, que nos recuerda que seremos sustituidos por inteligencias artificiales que no sueñan con ovejas eléctricas. También el creador de Ubik se deja ver por Bruma, liderando un torrente de referencias de la cultura popular que impregna cada viñeta, escondidos por esa atmósfera brumosa que arroja a cada lector a la búsqueda de su propio sendero en esta obra poliédrica y mutante, fascinante y embriagadora, pero también muy peligrosa en estos tiempos: nos obliga a pensar sobre lo que vemos más allá de la niebla, en nuestro mundo.
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