n los últimos días hemos conocido por la prensa una noticia que, aunque demasiado habitual, no deja de ser sorprendente. Y digo habitual porque no es nada extraño que a una mujer se la discrimine por razón de su sexo.

La banda de Alginet ha vetado a una niña su participación en los conciertos por negarse a vestir falda. Si, a una niña. En un país donde se supone que la igualdad entre hombres y mujeres es un derecho ampliamente regulado en la legislación vigente, a una niña se la castiga por decidir vestir pantalones en lugar de falda. Tenemos varias leyes que amparan la no discriminación a las mujeres por razón de nuestro sexo; empezando por la Ley Orgánica de Igualdad y terminando por la misma Constitución, aparentemente el sistema jurídico español protege a las mujeres ejerciendo como garante de seres iguales que somos; no obstante, la realidad diaria nos muestra todo lo contrario.

La realidad deja entrever una red patriarcal construida a base de opresores y oprimidas, un mundo donde ser mujer implica un coste añadido en prácticamente todas las facetas de nuestra vida.

Esta noticia es una muestra fiable de esta afirmación. La osada idea de no cumplir un estereotipo donde una mujer es más mujer por el simple hecho de mostrar abiertamente su feminidad parece merecer una sanción. Carol Pateman decía que «la construcción patriarcal de la diferencia entre la masculinidad y la feminidad es la diferencia política entre la libertad y el sometimiento» y aquí radica el fondo de este acto machista.

La dichosa falda que obligatoriamente debe llevar la niña no es símbolo de feminidad, es símbolo de sometimiento, del terrible sometimiento al que las mujeres nos vemos sujetas continuamente mientras lo tapamos con aires de normalidad. La normalidad de estar sometidas, la desigualdad oportunamente tapada como hechos habituales.

Es inevitable, por tanto, pensar que algo en la sociedad está fallando.

¿Cómo es posible que un organismo financiado con fondos públicos discrimine a una niña? ¿Quién permite que un organismo financiado con fondos públicos ejerza machismo entre sus integrantes?

Y lo más llamativo ¿Cómo puede ser que las administraciones públicas que financian a este organismo no digan nada al respecto? ¿Por qué no se pronuncian? ¿Por qué la ciudadanía tiene que financiar con su dinero organizaciones machistas?

Intentando responder a todas estas preguntas me surge una que me entristece profundamente. ¿Qué le estamos enseñando a esta niña? ¿Le mostramos la callada por respuesta ante un acto machista? ¿Le decimos que debe resignarse a acatar las normas patriarcales el resto de su vida?

¿Qué pensará esta niña si nadie dice nada ante un acto que coarta su libertad como persona? ¿Qué posición vamos a adoptar como sociedad?

Simone de Beaovuir decía «El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos». Y mientras la sociedad sigue rebosando machismo, muchas de nosotras hemos dejado de ser cómplices y hemos pasado a ser protagonistas.

Protagonistas en la lucha por una sociedad igualitaria, y perpetradoras de una esperanza donde la desigualdad no vaya aparejada a la palabra mujer.