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Sillas de Alzira para el Marqués de Campo

El noble encargó los asientos de su palacio a un ebanista alcireño que hacía maravillas con la madera

Hace pocas semanas se comentaba en estas páginas de Levante-EMV la desgraciada dispersión del patrimonio mobiliario del marqués de Campo. José Campo Pérez, nacido en Valencia de madre valenciana y padre aragonés, fue un verdadero triunfador de su época, el siglo XIX. Como muestra visible de su poderío edificó el suntuoso edificio que hoy en día es museo municipal, y por supuesto lo llenó de caprichos y curiosidades.

Al fallecer el marqués sus herederos fueron vendiendo cosas. Lo único que no se pudo disgregar fue el edificio de su casa, por lo que más o menos, especialmente tras las últimas restauraciones, lo conservamos con gran dignidad.

Hemos encontrado un juego de sillería del marqués de Campo que correspondía a uno de sus salones de visita. Por supuesto en el palacio había más salones, y otros sillones, pero estos son muy curiosos y guardan tras de sí una historia simpática.

El marqués se preocupaba personalmente de todos los detalles de decoración de su mansión y, a pesar de que estaba casado y tradicionalmente era la mujer quien llevaba estos asuntos, en su caso y casa, él se reservaba las decisiones.

Estos sillones tienen como denominador común el rostro del dios Eolo sobre sus respaldos. Fueron encargados a un ebanista de Alzira que hacía maravillas con la madera. El marqués encargó específicamente que fuera la divinidad de los vientos quien presidiera las sillas porque estos muebles estaban situados en un salón esquinero donde corría mucho el aire y donde el marqués se sentaba en las pocas horas de ocio que tenía a escuchar, con las ventanas abiertas y el aire corriendo por la habitación, el canto de las múltiples campanas de la capital. Recordemos que ya Víctor Hugo había señalado que no había contemplado en toda Europa otra ciudad que tuviera más torres de iglesia que Valencia.

Estos detalles que han acompañado a los muebles en su devenir por diversas casas de la alta burgesía valenciana nos delatan un marqués de Campo felizmente amante de los temas culturales, muy lejos de las clases dirigentes que rigen algunos de nuestros destinos colectivos, con claros resultados de dicha incultura.

El marqués se preocupa de su palacio, de la armonía de su palacio. Sin saberlo, fue un precursor europeo del oriental feng shui, o quizás lo conoció en alguno de sus múltiples viajes. En el salón donde corre más el aire ordena que el dueño visible sea el dios Eolo.

Aprovecha también la estratégica situación de su vivienda para disfrutar de los conciertos más populares de la Valencia del momento, los de los campaneros. Esta formación explica sus desvelos por la ciudad y que, aparte de sus evidentes negocios, se preocupara de adecentar nuestra urbe de acuerdo a las tendencias del momento.

La fortuna de José Campo se inició con los negocios ultramarinos de su padre. En las biografías políticamente correctas se explica que el progenitor comerciaba con azúcar, café y especias. Se omite que también era corriente traficar con esclavos, donde los rendimientos economicos eran más altos, puesto que sólo había que ir a África, capturarlos y después llevarlos a América, donde se vendían.

Avalado por esta fortuna el joven José pudo estudiar y viajar por Europa. A su regreso se implicó en los negocios. Contaba también con parientes egregios en diversas repúblicas americanas emancipadas. Fue alcalde de Valencia en 1847, con 29 años.

Ya sabemos que valencia es la tierra de las oportunidades, y que cuando se mezclan las finanzas y la política el resultado suele ser óptimo para los protagonistas.

Campo fundó sociedades de crédito y fomento, bancos y sobre todo la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Valencia que estos políticos actuales que tanto defienden nuestras señas de identidad se han encargado de esquilmar y desmantelar. Tenía una genial visión de futuro y sabía que cualquier territorio que quiere alcanzar altas cotas de desarrollo ha de contar con instrumentos de financiación propios, justo los que ahora no tenemos.

En su faceta municipal parece ser que si José Campo no hubiera existido, hubiéramos tenido que inventarlo, porque a él corresponden los logros de adoquinado, conducción de agua y gas y otros avances como el ferrocarril. En definitiva eran negocios donde seguramente obtuvo netos beneficios, pero por lo menos nos acercaban maravillosamente a la normal modernidad de la Europa del siglo XIX.

Políticamente su gran empresa nacional fue apoyar la restauración de Alfonso XII, el hijo de Isabel II y su amante valenciano Puig Moltó. Después de las desastrosas experiencias de Amadeo de Saboya y la Primera República el país se asió a la imagen moderna de aquel jovencito educado en Gran Bretaña. Esto la valió que el nuevo rey, en agradecimiento, transformara su apellido en marquesado.

La gran tragedia de su sangre aristocrático fue que no tuvo herederos directos. El matrimonio del marqués no produjo hijo y don José se lo dejó todo a un joven que tenía por ahijado. Cuentan que, más que hijo adoptivo, aquel galante heredero era un amante adorado. Aunque por supuesto nada de esto se podía insinuar en la pacata Valencia de aquella época, donde el tema de dichos amores ni era tenido en consideración.

Como pincelada irónica cabe recordar una frase del jovencísimo Blasco Ibáñez, que supo decir mucho sin decir nada: «Conociendo a la mujer del marqués de Campo, se comprende enseguida que al marqués no le interesan demasiado las mujeres».

La estirpe estricta de los Campo acabó con él mismo, y por ello quizás los que heredaron sus bienes materiales no guardaron demasiada consideración con los abundantes tesoros acumulados por el empresario. Dentro del palacio actual ya hemos advertido que no queda nada. Los bellos objetos que amó el marqués se dispersaron, entre ellos las fantásticas sillas coronadas por el potente dios Eolo.

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