En la televisión se ofrecen programas en los que un grupo de concursantes se vuelven «héroes» en islas paradisíacas y remotas. Esa visión romántica del superviviente se ha desviado de lo que significa realmente la palabra. Hoy el concepto gira en torno a personas, casi siempre urbanitas, que pescan en el mar, hacen fuego con el método tradicional y realizan grotescos juegos eliminatorios. Lejos de esa falsa apariencia y visión «millennial», hay historias como la de Ousmane Touré que todavía dan sentido al término. Dormir en tiendas de campaña precarias, pasar el día esperando a que lleguen los miembros de alguna ONG con algo de esperanza y apoyo, o los tristes recuerdos de un país que ha tenido que abandonar con urgencia. Administrarse los escasísimos recursos y desesperarse junto a los que lo han perdido todo. Así era la vida del joven de 23 años de Guinea-Conakry antes de llegar a l'Alcúdia. Una historia que se acerca más a ser un verdadero superviviente. «Era el único hombre en casa. Mis padres son mayores, mi hermano falleció en la guerra y mis hermanas necesitaban comida. No tuve más remedio que dejarlo todo atrás y buscar una salida», asegura.

Cuando cierra los ojos todavía recuerda los colores de la tarde en la calle tras su ventana, las voces y los ruidos de su hogar, los sabores de su propia niñez o los olores de los cuerpos de su familia. Y después, el miedo. Frío como metal en sus órganos. Se acuerda del terror. Se acuerda del Mediterráneo y su inacabable viaje en patera en busca de una nueva vida desde Marruecos hasta las costas andaluzas. «Lo pasé fatal, porque nadie de los que íbamos en el bote sabíamos si seríamos capaces de llegar a España. El mar es inmenso y por la noche, no se ve nada. Había momentos en los que no comprendía lo que ocurría. Pensaba que todo era falso. No fue fácil para mí», explica Ousmane.

Llegó huyendo de la guerra, la violencia, la pobreza, la persecución o todo a la vez, después de un periplo en tierra de nadie. Sí, un refugiado. Un apelativo que, de tanto usarlo, parece gastado. Llegar a Europa es sinónimo de esperanza y salvación en el brillo sus ojos, aunque en cerca de medio año, ha descubierto que la vida en España es más compleja de lo que imaginó. «Me está costando encontrar trabajo, pero no me voy a rendir. En mi país comencé a estudiar turismo y, además, soy peluquero. Necesito un apoyo económico para poder enviar dinero a mi familia», reclama.

Lejos de la realidad

A veces, lo liviano puede suponer una vía de escape inmejorable para quienes cargan con demasiado peso en sus vidas. Aunque sea durante 90 minutos, tres veces a la semana, cambiar el dolor y el amargo sabor de la realidad por darle patadas a un balón puede ser lo más parecido a la felicidad. Es cierto que, en ocasiones, el fútbol pierde el sentido de su primera intención, sobre todo cuando se convierte en un vertedero de bajas pasiones, refugio de ultras o fábrica de enfrentamientos y disgustos. Pero hay personas como Ousmane que hacen olvidar el negocio en el que se ha convertido el deporte rey y recuerdan la grandeza que envuelve a la pelota. No se trata de una estrella multimillonaria ni caprichosa, ni tampoco es un fichaje mediático que ocupe portadas de ningún periódico deportivo. Vive por y para el fútbol. Durante su estancia de tres meses en la Ribera, gracias al programa «Acogida Integral de Ayuda Humanitaria a Inmigrantes» de la Cruz Roja, el guineano estableció su primer círculo de amistades en la UE l'Alcúdia, una de las escuelas más representativas de la comarca. Fue tal la impresión que causó que ya es un miembro más del equipo. El problema llegó cuando su tarjeta de residencia terminó. Tres meses en los que la ilusión pareció esfumarse de un plumazo. Desapareció para volver más fuerte porque, pese a vivir en València, se desplaza los tres días de entrenamiento hasta Els Arcs para mantener a los amigos y el contacto con la pelota.

Los entrenamientos son el momento cumbre de la semana, tiempo de risas, de complicidad con los colegas, de evadirse de las dificultades cotidianas: estar en paro, que el dinero casi no llegue para vivir o para mantener a la familia, no saber a veces dónde ir o qué hacer. O el temor a que no le den los papeles o, peor aún, a que le expulsen. Pese a sus 23 años, aunque cada día que pasa la firmeza de su sueño se va esfumando, todavía cree que tiene posibilidades de ganarse la vida marcando goles. Por el momento, el juego le ha dado unas cuantas alegrías, como en el primer partido amistoso que disputó, donde fue salir del banquillo y en la primera jugada, anotar un gol a la altura de los astros del balompié. Jugadas al margen, Touré se siente orgulloso de ver cómo lo han acogido en la escuela. La burocracia ha retrasado su debut oficial más de lo que él hubiera deseado, pero pese a las trabas, la directiva está intentando encontrar una vía de escape con la que pueda vestir los colores rojiblancos en liga.

Su futuro es incierto: sospesa irse a otra ciudad en busca de trabajo, pero tiene claro que quiere seguir cerca de l'Alcúdia. Quiere estar al lado de aquello que «le da vida», afirma. Quiere seguir soñando por un momento con ponerse en la piel de su ídolo y golear como él lo hace. Y regatear. Y correr la banda. Porque él se permite el lujo de rebajar sus sueños al subconjunto de lo posible, a un lugar en el que no hace falta ser Samuel Eto'o, Didier Drogba o N'Golo Kanté para marcar un gol por la escuadra tras driblar a cuatro rivales. Porque el fútbol, a veces, es más que once contra once dando patadas a un balón.