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Escuela decimonónica

Si la anómala normalidad apareciera publicada a diario en la prensa, a buen seguro entenderíamos el mundo tan surrealista que nos rodea. Levante-EMV dio cuenta de una noticia harto simbólica: «El castigo de la maestra impide a un niño salir al patio durante 7 meses». A mí no me sorprendió el titular en tanto que escuelas e institutos disponen de reinos de taifas singulares, docentes satisfechos con su ego desbordado que abusan de su insignificante poder en el aula. Usualmente se trata de gente bastante mediocre y la hay dondequiera. Este diario podría sacar jugo de noticias similares si rasca en la psicótica realidad educativa, de modo relevante en las etapas de Infantil y Primaria. El mayor castigo, sin duda, recae en esa niñez negada y oscurecida por tantos adultos incompetentes y olvidadizos. ¿Cómo entender que, quienes pisan a diario el aula, nieguen el potencial, la espontaneidad y energía creadora propia de la infancia?

Sin ánimo de ganar enemigos -cosa que me importa bien poco, la verdad- diré que en las etapas de Infantil y Primaria abundan antipedagogías represoras. No es un asunto generacional, pues, si de algo pecan las recientes promociones de Magisterio, es de mantener y perpetuar la educación decimonónica: deberes absurdos, castigos medievales, libros soporíferos, horarios rígidos, falta de flexibilidad? Si algo parece comprensible es que algún alumno o alumna no entregue un trabajo, quizás no le apetecía realizarlo, o fue un despiste, o tenía mejor plan en su agenda, ¿qué importa? Siete meses de castigo es desproporcionado, sin duda.

¿Qué será lo próximo? ¿Derivar el caso al juzgado? ¿Una noche en la cárcel de Picassent? Con todo, me gustaría denunciar que el caso que nos ocupa es anecdótico: en la escuela encontramos auténticas herejías, la mayoría desapercibidas para la opinión pública porque impera una escuela decimonónica sin pedagogía libertaria alguna.

Más todavía: ¿qué pensaron los docentes del colegio de Alzira ante castigo tan desproporcionado? Se lo diré: ni se percataron porque, como decía, en la escuela estas tradiciones punitivas forman parte de la absurda lógica de la «normalidad». Y si lo hicieron, ¿por qué no actuaron? Se lo diré: nadie cuestiona la antipedagogía cotidiana.

Palabras mayores, pues. ¿Qué hacer? Apelar al sentido común, el menos común de los sentidos. Sé que ignoramos el contexto del caso puntual que nos ocupa. A mí, insisto, me preocupa la realidad más allá de esta noticia publicada por factores casuísticos y una denuncia. Sugiero al sistema educativo un imperativo pedagógico imprescindible en las etapas de Infantil y Primaria -otro día la ESO, que tiene su miga- que, al estilo kantiano, universalizaría sin reparo alguno: «Obra de tal modo que uses la infancia tanto en tu propia persona como en la persona de cualquier otro, siempre a la vez como un fin, nunca simplemente como un medio». El sistema educativo olvida a las criaturas, de ahí que nuestro mandato moral apele a cuidarlas, estimarlas y comprenderlas tanto como a nosotros mismos.

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