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Asumir nuestra responsabilidad

Las inundaciones llegan siempre antes que las obras de defensa pese al cuantioso daño que causan

En un país en el que todo el mundo, con independencia de su preparación académica y laboral, se arroga la autoridad para ser el más infalible entrenador de fútbol, el juez más ponderado y honesto o el ingeniero con mayores conocimientos técnicos es lógico que, tras el último golpe recibido de la madre Naturaleza, nos pongamos a discutir sobre qué infraestructura hidráulica o dirigente político tiene más responsabilidad en los daños causados por el extraordinario temporal que ha azotado la comarca en los últimos días. Muchos buscan culpables, pero son muy pocos quienes reclaman las soluciones cuando escampa el temporal para que, de una vez por todas, esta comarca se libre del cíclico castigo de las inundaciones.

Antes que nada habrá que tomar conciencia de que nuestras vidas se han construido sobre una llanura sedimentada por el aporte de cientos de desbordamientos de ríos y barrancos en el curso de la historia. El suelo es por ello muy fértil pero hay que pagar un alto precio por hundir las raíces agrícola en ese territorio. Somos nosotros los que buscamos el peligro, los que edificamos nuestras casas sobre una encrucijada de escorrentías que adquirirán mayor capacidad destructora a poco que sigamos empeñándonos en urbanizar los itinerarios de desagüe y reservemos las plegarias a Santa Bárbara a los estrictos días en que el temor humedece tanto el cuerpo como la mente.

Los ríos y la tupida malla de barrancos, vaguadas, ramblas y arroyos que surcan nuestra geografía ya transportaban mucha agua cuando el hombre decidió asentarse junto a los meandros del Xúquer y reordenara la circulación de caudales para adaptarla a las necesidades agrícolas. La lucha por domar las leyes físicas siempre ha sido desigual: en todos los casos, tarde o pronto, han acabado imponiéndose la naturaleza y el cosmos mientras las víctimas corren de nuestra parte. Por tanto, hay que asumir nuestra subordinación, adaptar nuestra existencia a ese principio indubitado y aceptar que en todos los casos vamos a pagar la factura de nuestra indómita soberbia. Algunos de los recibos, a cuenta del cambio climático, comenzaron a llegarnos el pasado viernes.

Ante esta tesitura, cabe exigir responsabilidades, faltaría más, a cuantos políticos hayan cometido un error u olviden aquello que exigen los días de lluvia nada más vuelve a relucir el sol, aunque toda trompetería será insuficiente si no tomamos conciencia del riesgo que contraemos como ciudadanos cada vez que metemos nuestras pezuñas en terreno inundable y compramos una toallita para secarnos. Cobrar indemnizaciones no puede ser el único objetivo. Hay que exigirle a la Administración que nos proteja cuando el barro ensucia la calle pero también cuando las temperaturas eternizan el verano.

La gestión contra las inundaciones está casi virgen. Queda mucho por hacer, sobre todo en el control de los barrancos, que ya compiten en bravura con los ríos. Contra esa amenaza hay que actuar con mayor celeridad y contundencia. Nada puede justificar que cuatro de esos pequeños cauces apunten directamente a Alzira y que el de La Murta desemboque nada menos que en el acceso de un inmenso polígono industrial sin que, 36 años después de la Pantanada de Tous, se haya ganado una sola batalla capaz de salvaguardar vidas y haciendas.

Advertidos con machacona insistencia del inquebrantable poder de la naturaleza, no nos queda otra opción que prepararnos para lo que pueda venir. De nuestra bravuconería depende aguardar la próxima amenaza metereológica a cubierto o a merced de un cielo capaz de descargar más de 102,8 litros por metros cuadrado en apenas una hora y media. ¿Vamos a seguir consintiendo que el urbanismo avance con toda impunidad? ¿Es razonable que se sigan construyendo calles, casas o grandes infraestructuras públicas y privadas mucho antes de que se encaucen los barrancos que, repetidamente, nos recuerdan quién es el que realmente manda? Memoria es lo que nos falta.

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