Puede que la siguiente frase suene con demasiada dureza, pero el campo se muere. Y no se trata de una muerte repentina y placentera, es lenta y dolorosa. La penuria viene de lejos, pero ha llegado la puntilla. Los propios agricultores, tras décadas trabajando la tierra, ven el futuro más negro que nunca. No ven posibilidad de remontar los nefastos resultados de la presente campaña.

No se puede culpabilizar a aquellos que, sobrepasados los 60 años, toman la decisión de arrancar todos los árboles frutales de sus tierras y vivir los años que le queden ajeno a un mundo que se lo ha dado todo, porque ahora mismo el campo le ningunea. Es una decisión cargada de valentía y de rabia a partes iguales.

Es cierto que la vida de los agricultores nunca ha sido fácil. Siempre han estado sometidos a los caprichos que imponían los mercados y al azar de la climatología. Pero ahora también cargan con la lucha por una cuota de mercado cada vez más acaparada por las naranjas importadas del extranjero. El problema no viene en sí de esa competencia, habitual en un mundo globalizado que se ve fagocitado por el capitalismo más feroz. El principal inconveniente es que las reglas de juego no son las mismas para un productor de la Ribera que para uno de Suráfrica. ¿Se imaginan tener que disputar un partido de fútbol y que, desde el inicio, tuviera que hacerlo con solo nueve jugadores? Sería injusto. Pues algo similar le ocurre al agricultor de la comarca.

Recientemente, estas mismas páginas se hacían eco de agricultores que verían con buenos ojos que todos los años se produjera una fuerte granizada que destrozara toda la cosecha ya que así percibirían más ingresos del seguro agrario que de la venta directa del producto. Hay que pararse seriamente a reflexionar en todo lo que se esconde tras esa afirmación. Son muchas las personas que han trabajado toda la vida en el sector citrícola y que lloraban de impotencia cuando el pedrisco ametrallaba la fruta. ¿Tanto ha cambiado la situación para que lo que se veía como un desastre absoluto se convierta ahora en una salvación? Todo un drama.

Con estos antecedentes, es lógico que se le augure un futuro tan complicado a la agricultura. En el caso de los cítricos, la falta de relevo generacional es tan alarmante como comprensible. Ningún joven en su sano juicio apostaría por un sector así, no resulta atractivo. Una buena parte de los agricultores, pequeños productores principalmente, son jubilados que, hasta ahora, podían sacarle un cierto rendimiento al campo. Invertían sus pensiones en una parcela que les daba algún que otro beneficio (sí, también había campañas malas, pero luego llegaba una mejor, algo que ahora no ocurre). Esa fórmula ya no sirve, ya no trae prosperidad. Para colmo, muchos de los árboles son casi tan viejos como ellos, por lo que apenas les pueden sacar rendimiento. Y la pescadilla se muerde la cola cuando se comprueba que la descapitalización que sufren les impide invertir en el campo para renovar el arbolado o reconvertir las cosechas porque no sale rentable.

Hasta ahora se han visto muchos gestos políticos. Los ayuntamientos dan su apoyo a los agricultores. Pero todo se queda en una escenificación teatral poco pragmática. Nadie les pide que chasqueen los dedos y solventen el problema, simplemente que sean conscientes de su magnitud y de las consecuencias de no hallar una solución. Que se pongan a trabajar en ello. La ruina de la agricultura no supondría solo un desastre para los productores. Múltiples empleos estrictamente ligados a la producción agraria, desde «collidors» hasta transportistas, pasando por operarios de almacén o, incluso, de fábricas de embotellado en el caso de que se elaboren zumos con dichas frutas también peligran.

Quizás el sector agrario necesite, en estos momentos, del político más egoísta del mundo. Que, aunque sea simplemente por salvar su pellejo, haga todo lo posible por no cargar con la pesada losa que supone haber propiciado (a base de indiferencia) la estocada final de la agricultura.