Pocas comarcas pueden aportar más experiencia en la gestión de inundaciones que La Ribera. Se acumulan decenas de episodios en las últimas décadas y todavía se mantiene muy vivo el recuerdo de las catastróficas sacudidas del Xúquer registradas en 1982 y 1987. La veteranía siempre ayuda en la toma de decisiones, aunque suele servir de poco a la hora de administrar las emociones y la ordenación del territorio. Ayer volvieron a demostrarlo las escenas de sobresalto y angustia vividas por un vecindario atormentado ante el imprevisibilidad de un temporal que cabe considerar histórico porque actuaba combinado con un frío sobrecogedor y un viento extraordinario. Y también se sumaron más pruebas respecto a la vulnerabilidad de una comarca que ha logrado más presencia en los telediarios que en el orden del día de los consejos de ministros que deciden las inversiones en infraestructuras.

Una de las primeras lecciones que se extraen de la machacona y lesiva repetición de las inundaciones es que la naturaleza impone, tarde o pronto, su ley sin atender ni los caprichos ni los lamentos de los humanos. Todos los caudales, sean de ríos, barrancos o escorrentías, circulaban con libertad por el territorio que más se adaptaba a los desniveles hasta que los hombres decidieron ponerle puertas al campo. Esa colisión de intereses es la que nos lleva donde estamos: a que las imágenes de desolación, destrucción y penurian sean similares a las que se publicaron hace seis meses, un año, un lustro, una década y siglos atrás.

Se repite lo mismo de siempre, aunque con una particularidad que convierte la amenaza en más temible: los escenarios son idénticos, los desencadenantes muy parecidos, los afectados semejantes, pero los golpes se reciben ahora con mayor frecuencia. Tratándose de una una regla matemática resulta llamativo que quienes han de reparar los daños, tanto las instituciones como los ciudadanos que se atreven a desafiar al medio ambiente, no encuentren más económico construir obras de defensa y mesurar los excesos que pagar cada año la ronda. Temblar cada vez que desagüa la presa de Bellús es osado y, además, muy caro.