Llevo horas con el móvil en la mano, consultando las redes, refrescando el apartado de noticias cada dos por tres, contestando algún que otro Whatsapp sin muchas ganas ni palabras. Detrás del móvil, me esperan, impacientes, los apuntes del examen que tengo el martes (sí, estudio un máster y una carrera a distancia y esas clases no se han suspendido). Mi humor se balancea desde la histeria a la melancolía, pasando por la preocupación. A veces alguno de estos tres estados me obscurece tanto la mente que no consigo ver nada más que la realidad, y la pastilla que consigue paliar parcialmente los síntomas de esta preocupación consiste en dormir un rato, para así ver si las cargas negativas desaparecen aunque sea un breve momento.

Presa del nerviosismo, voy dando saltitos desde la cocina a la sala de estudio, y del baño a la habitación, sin realmente quedarme en ningún sitio. Sin despegar los ojos del móvil, como si todo fuera a cambiar en cualquier momento. La lluvia se ha detenido unos minutos y aprovecho para asomarme por la ventana y ser testigo, una vez más, del silencio y la solitud de las calles.

Alterno para adentrarme de nuevo en la pantalla, y esta vez intentar recordar todas las aventuras que viví hace solo un año. Llego a las fotos de aquel viaje a Barcelona con quien era mi pareja hasta hace casi un año y, a pesar de que ya no siento nada más que indiferencia por él, me traslado a esos días a la capital catalana y la felicidad que me hizo sentir. Aquella ciudad también fue el trasfondo, más tarde, de otro viaje que hice con quien había sido mi mejor amiga hasta hace unos meses. Avanzaba y me encontraba algunas de las fotos que me envió aquel chico que había conocido hacía poco más de tres meses, que consiguió evadirme del mundo y hacerme sentir en las nubes, para luego desaparecer como una estrella fugaz, pero sin haber hecho realidad mi sueño. Los meses que viví en la capital suiza y ya, más atrás en el tiempo, mi estancia en la capital inglesa, la cual llevaba marcada en el cuerpo sin yo haberlo elegido.

Y, entre foto y foto, me interrumpe la voz de mi madre. «El estado de alarma se prolongará 15 días más». La llegada de este virus nos estaba dando una buena lección a más de uno. Cuántas horas perdidas me había quedado mirando la nada preguntándome qué demonios había hecho mal para perder a estas personas que tanto habían significado para mí. Me había pasado media vida preocupándome por lo que me faltaba y por lo que había perdido sin haber valorado todo lo que tenía y lo que era realmente importante: salud, una familia que me quería y un techo bajo el cual refugiarme cada día. Me había puesto a mí misma como el centro del mundo, y había tratado como problemas aquello que simplemente eran tonterías. Y había hecho falta que llegara un virus de esta magnitud para que se me terminara la tontería que había tenido todo este tiempo.

Ahora, cada día que salía a trabajar, ya no me preocupaba qué podría encontrarme con los clientes. Ahora esa preocupación se veía reemplazada por un nudo en el estómago que podía llegar a apretarme hasta sentir que me faltaba la respiración. Antes de entrar al trabajo, en el descanso y al terminar, mandaba mensajes a mi familia preguntando si estaban bien y sentía, ahora de verdad, qué era sufrir cada segundo de tu vida.

Que se prolongara la cuarentena no me suponía ningún problema. Me había pasado ya la mayor parte de mis 24 años en cuarentena voluntaria, sumergida entre libros y trabajo. Llevaba años experimentando lo que era tener unos horarios imposibles, combinando estudios y trabajo, con poca vida social, pocos viajes y poco de aquello que la gente llama «placeres». El trabajo ha sido siempre mi adicción, mi manera de poder superarme cada día, la causa y el remedio de mi estrés, la píldora que palia mis preocupaciones, la respuesta a las preguntas que no sabía y la evasión al mundo real cuando lo que veía no me gustaba. Ahora, por desgracia, aquello de lo que me quería evadir, estaba también presente en la que siempre había sido mi manera de evadirme del mundo. Y por eso cogía y soltaba una y otra vez el móvil: quizá la pantalla pronto me revelaría que este sueño efímero ha llegado a su fin.