Si para entonces no se han extinguido, los historiadores del futuro estudiarán los años de barro de la corrupción española como quien contempla un estercolero. Incluso entonces tendrán que mirar bien para no ensuciarse la vista y apartar las moscas de los datos. Una de las bazas que sigue jugando la derecha integrista reside justamente en la idea, nada absurda, de que ha de transcurrir mucho tiempo antes de que pueda objetivarse lo que está pasando.

Por ahora, a parte de los ciudadanos les ocurre algo parecido a lo que experimentó aquel personaje de la Cartuja de Parma, Fabrizio del Dongo, cuando atravesó la batalla de Waterloo sin saberlo. Quizás esos eruditos de 2030 o 2040 lleguen, entre otras, a la conclusión de que lo peor de esa nueva y siniestra etapa histórica española no fue el cortejo político de macarras, ladrones y fuleros que la recorrieron con cara de perdonavidas, sino la destrucción de los signos y símbolos que, hasta entonces, mal que bien, habían servido para interpretar la realidad. Si hace quince años Eric Hobsbawm alertó sobre el fenómeno de la desmemoria global, al que llamó «la destrucción del pasado», el historiador futuro tal vez advierta que este país había llegado más lejos y estaba dinamitando su presente en una especie de paroxismo furioso en el que las palabras y los hechos ya no contaban -literalmente- para nada.

Lo estamos viendo a diario desde hace demasiado tiempo: contra toda evidencia los sinvergüenzas se ríen a carcajadas; los investigados sacan pecho y piden respeto con el aire de quien amaga un sopapo; y hasta quienes van al trullo después de mucho papeleo ven en ese lapso a la sombra unas saludables vacaciones en las que, sin perder estatus, pierden peso. Los moralistas e indignados parecen iluminados, gente de otra época empeñada en recordar reglas básicas de conducta y convivencia social a la luz de cierta tradición ilustrada que defienden como si aún significasen algo. Los viejos partidos se encastillan en sus destrozadas fortalezas y se expresan en un lenguaje esotérico, como oráculos; los nuevos, se instalan en el gatopardismo o en batallas internas de niños góticos; pelanas que, en la vida real, estarían haciendo recados viven del erario y hablan de valores. La prensa inteligente y crítica es residual, y el resto, amarilla o un pasatiempo televisivo. En ese panorama alucinante -se dirá el historiador futuro- era normal que Rita Barberá, tras renunciar a soltar su acta de senadora, emitiese un comunicado que termina así: «Yo seguiré trabajando con más fuerza si cabe por mi tierra, que es más que Valencia, porque es España. Esa España democrática, libre y constitucional que la mayoría deseamos». Esa paráfrasis de «Suspiros de España» representa el vacío sobre el que se funda la defensa de la brutal irresponsabilidad política del PP, en la que las evidencias y los indicios racionales son sustituidos por el espíritu autocrítico de las coplas de Conchita Piquer y el flamenquismo arrebatado de Lola Puñales. Ay mi tierra querida, mi Valencia, mi España, en mis entrañas os llevo. Pero luego resulta que Barberá no sabe hablar en valenciano sin hacer el ridículo ni pensar en castellano sin destrozar la cordura. El problema no es Barberá sino las pulsiones de la España profunda que han sido transmitidas como ideología en un partido sin ideología que casi siempre, como decía Machado, embiste cuando se digna usar de la cabeza. ¿Y por qué no? Todavía cuenta con un amplio remanente de impunidad, con el síndrome Fabrizio del Dongo y con la grandeza de España, que también es suya.