Independientemente de lo que ha ocurrido o siga ocurriendo en los próximos días, lo único que puede asegurarse de esa casa en llamas llamada Partido Socialista Obrero Español, es que no volverá a ser la misma. Dada la magnitud de la deflagración, es obvio que el nuevo PSOE no puede emerger de sus cenizas con las mismas credenciales estructurales, estratégicas e ideológicas que le han llevado a su lamentable estado actual.

Pero al PSOE, quizás, no le hacía falta una reforma sino, justamente, un lamentable estado, tocar fondo, aclararse. Si la realidad (como por otra parte tantas veces sucede) fuese un relato de Borges podría creerse que el enfrentamiento entre los altos dirigentes socialistas ha sido una calculada operación destinada a liquidar 40 años de trayectoria democrática postfranquista y a representar públicamente una catarsis cuyo progresivo aplazamiento se había traducido en un rosario de derrotas electorales. Ese objetivo, dejado en manos del azar por falta de imaginación, no era absurdo, y menos aún cuando la emergencia, hace dos años, de los nuevos partidos -a izquierda y derecha- no dejaba más opciones de supervivencia efectiva que la transformación integral.

Pero las viejas formaciones, lejos de llevar a cabo una urgente puesta al día, se encastillaron en ese espacio fantasma, típico de las épocas de crisis, donde lo nuevo no acaba de cuajar y lo viejo aún se idolatra. Así, cuando la calle reclamó una mirada amplia sobre el panorama, los viejos partidos se dedicaron a mirarse ampliamente el ombligo, como si el temblor de la historia no fuese a pasar nunca por sus sedes nacionales.

La situación de las dos formaciones todavía mayoritarias pero extraordinariamente desgastadas en las urnas hay que inscribirla en un amplio eje de coordenadas que se extiende hasta el origen del desembarco nacional de Podemos y C's: casi todo lo que les ha ocurrido desde entonces al PP y al PSOE ha sido consecuencia directa de ese nuevo contexto, pero ni siquiera el trasvase de casi un 40% de votantes de ambos partidos hacia las nuevas fuerzas de «derecha» o de «izquierda» fue suficiente para persuadirles de que el viejo reloj de la política española había dejado de funcionar con la precisión habitual.

Según el CIS, el 55% de los votantes del PP y PSOE tiene más de 54 años. Aquella verdad de hierro según la cual unas veces ganamos, otras perdemos, pero siempre volvemos, hace ya mucho que fue desmentida por los hechos. Por eso, más que un síntoma de anormalidad, es toda una declaración de principios que piezas de museo como Rajoy o la coral burocrática socialista (donde algunas momias aún amenazan con darse de baja en el partido si se pacta con los catalanes) sigan representando la farsa de la vieja política sin advertir que su público se divide en dos: los que roncan y los que huyen espantados cuando se despiertan.

Que hace solo tres meses, tras obtener su peor resultado electoral en 27 años, el PP viera en la recuperación de 14 diputados una suerte de vuelta a la normalidad, y el PSOE exhibiera como un triunfo el fracaso del «sorpasso» y el título de primer partido de la oposición, revela la gravedad de su ceguera. La casa en llamas ha resultado ser la socialista, pero bien podría haber sido la del PP, de haber contado con 10 diputados menos, o si el temple de C's hubiese hecho pasar a Rajoy (responsable político de la corrupción de su partido) por la misma ordalía a la que en nombre de la responsabilidad y el sentido de Estado se ha sometido a Sánchez por tierra, mar y aire desde todos los centros de poder. Si el sustituto de Sánchez va a ser otro producto del aparato reproductor de la vieja política, entonces, mejor dejar la casa en llamas. Como dijo el poeta andaluz desde otro limbo: mejor la destrucción, el fuego.