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la vieja dama

la vieja dama

Es una viejecita casi centenaria de pelo blanco y grandes ojos negros que siempre dicen la verdad. Hay algo distinguido en ella que ni siquiera las servidumbres de la edad han conseguido arruinar. Si disculpan la confidencia, creo que he aprendido más en su compañía, de nuestros paseos habituales, que de cualquier otra cosa dicha o escrita, y disfrutar de su sabiduría natural ha sido para mí, desde que nos conocemos, un privilegio impagable.

A pesar de nuestras afinidades ella es, en realidad, la que soporta mis erráticas peroratas sobre cualquier cosa. Ni siquiera sé si le importan mis opiniones, que suelen acabar en extraños callejones sin salida, porque a su lado uno se siente libre, imaginativo y verbalmente audaz, como si, por una vez, estuviese en lo cierto o fuese comprendido sin reservas. Sí, mi vieja amiga sabe escuchar pero, a partir de cierto punto, es fácil descubrir en ella un velado escepticismo frente a las efusiones humanas y su destino fugaz. Así que le basta mover distraídamente la cabeza o desviar la vista hacia otro lado para que uno sepa que ha llegado el momento de no decir nada más, de cambiar de tema y contemplar en silencio el gran espectáculo de las cosas reales.

Fue lo primero que me enseñó: para entenderse basta compartir implícitamente las mismas inclinaciones más allá de la agonía especulativa. Nadie, desde luego, menos dada a teorías y conjeturas que esa vieja dama utilitarista que no en vano desciende de escoceses. Nunca se ha preocupado de Dios, o del destino de de la humanidad, y aunque es más que improbable que lograra identificarlo, parece encarnar aquella idea de Chesterton según la cual el simple hecho de estar vivo debe conducirnos a una especie de felicidad irremediable.

Pero todo eso, para mi vieja amiga, son paparruchas: ocurrencias demasiado elaboradas que no le entran en la cabeza y con las que no ha perdido nunca el tiempo. Por eso, tal vez, le encanta comer: porque comer es un acto placentero y objetivo, como la ilimitada y generosa simpatía que siempre ha brindado a los demás, sin esperar nunca nada a cambio. Los afectos reales, la buena comida, los paseos al atardecer, la inteligencia de lo inmediato o de lo que simplemente sucede siempre le ponen de buen humor. Todo en ella parece anunciar el tranquilo cumplimiento de las expectativas y el insobornable equilibrio de los actos. No hace falta exagerar para disfrutar, parece insinuar, ni añadir deseos extraordinarios a las apetencias corrientes.

A estas alturas de su vida, le sofoca el verano, pero mi vieja amiga no renuncia a nuestro puntual paseo diario: le gusta la gente, la riada humana que deambula por las calles del centro, y atravesar cada tarde la Plaça Major para mezclarse con ese mundo palpitante y, como decía Aleixandre, «arrastrarse en la dicha de fluir y perderse». Son cosas que ella siempre ha sabido instintivamente y yo aún trato de aprender a duras penas.

Como ya habrán adivinado, hace mucho que intento parecerme emocionalmente a mi perra, una West Highland White Terrier, o Westy, que pronto cumplirá 14 años, equivalentes a 98 en un ser humano. Otro día, si se tercia, hablaremos de la importancia de llevar, como querían Byron y Schopenhauer, una vida de perros.

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