c iro Palmer ha vuelto a saltar a la palestra a cuenta de lo que él llama «ideologías» probablemente sin saber de qué demonios habla y con toda seguridad para exhibirse un poco. Como la estabilidad del gobierno descansa en el valor de su voto, el representante de Cs de vez en cuando emprende alocadas excursiones mentales de nouveau riche que simbolizan precisamente aquello que denuncia en otros partidos. Pues nadie más «ideologizado», en el peor sentido del término, que quien sale numantinamente en defensa de arzobispos homófobos y hace de ello una cuestión política en un estado aconfesional que se supone que ha superado el nacionalcatolicismo. O quien, como ahora, pretende enmendar la plana a los especialistas «ideologizando» el antiguo refugio antiaéreo de «La Peixatera» de Gandia, y exige ver, reeditando la censura previa, el temario del curso de formación impartido por la Universitat de València a los futuros guías turísticos porque le «preocupa mucho lo que se va a impartir».

El de Palmer es un ejemplo de manual de cómo la inflación comunicativa alienta el pensamiento más débil y chocarrero en contra del criterio -y consideración social- de los expertos. Quienes no se atreverían a abrir la boca ante cuestiones como la física cuántica, los secretos del genoma o el diagnóstico de su médico, se sienten en cambio legitimados para opinar sobre materias no menos arduas, aunque muy simples para ellos: Es el caso del mindundi que pontifica sobre arte o se burla de Picasso por creer sinceramente que el artista malagueño pintaba bodrios. O el del gañán que lo ve todo tan claro que no admite discrepancias y opina que mucha gente en actitud pensante sería más útil haciendo carreteras.

Si esos inquietantes rasgos de carácter, tan propios del cateto carpetovetónico, solo se sufrían episódicamente en los bares, en la época de la telebasura y el pensamiento Twitter alcanzan auténticos niveles de pandemia. Respecto de la opinión se han pulverizado todos los criterios de excelencia, mérito y objetividad y por eso los juicios de ciertos especialistas compiten ya abiertamente con el de pelmazos y listillos. También, por supuesto, en la política.

Cuando Palmer habla de «adoctrinamiento» o de «ideologías» cree que no necesita argumentar nada porque aspira a mostrar un desacuerdo difuso en un asunto en el que da por supuesto que sus impresiones particulares deben ser tenidas en cuenta tanto o más que las de los expertos o las de otros políticos. Pero no es así. Un político debe razonar sus actos. Sin embargo Palmer no lo hace sino que parte de una situación de fuerza (el valor decisivo de su voto) que da por sentado el respeto hacia las más peregrinas opiniones y los antojos más esperpénticos. Puede que Palmer crea que le basta con levantar una ceja para llamar a capítulo a todo lo que se mueva en el gobierno, sin dar explicaciones. Como a nosotros los poderes ocultos del concejal de Cs nos importan un bledo no tenemos más remedio que recordarle que de nuevo ha trepado ágilmente por la cucaña del ridículo cubriéndose de gloria.

A estas alturas, es obvio que la derecha radical española, en las antípodas del regeneracionismo, necesita una urgente puesta al día y que Cs es el vehículo idóneo para recoger el voto conservador más lúcido, crítico y moderado. En ese sentido, Cs es un partido necesario. Otra cosa son sus representantes. Algunos no lo saben, pero aún deben ganarse el puesto.