De un lado están los corruptos, los chorizos, los incompetentes, los desahogados y los embusteros que siempre sonríen, aunque se hunda el mundo, y creen que la política les concede privilegios naturales. Todos ellos son legión, pero su número es infinitamente reducido comparado con el de quienes les aplauden. No en espíritu, que son la mayoría, como veremos, sino batiendo palmas y haciendo muecas, o prodigando vivas y asintiendo con la cabeza como se jalea a un torero en una tarde gloriosa.

Recién destapado el caso Cifuentes, con más agujeros aclaratorios que un colador, la autora del máster perdido fue recibida en la Asamblea autonómica con gritos de «¡Presidenta, presidenta!» por gentes que aplaudían con ardor y parecían haber nacido solo para exhibir esa forma de pasión achulapada que simplemente no tolera nada más que su propio aplauso incondicional sobre la tierra, como si la vida (aunque quizás se trataba de eso) les fuera en ello. Ese fervor desenfrenado y secuaz recordaba al de quienes, en otro tiempo, se arrimaban a las carrozas de poderosos o célebres y, tras desenganchar la caballería, tomaban gozosamente el relevo equino. Hoy esos son los que aplauden. Aplauden desde sus escaños y suelen ponerse en pie para hacerlo. Aplauden la iniquidad, la estupidez, los discursos vacíos, con suficiencia, conscientes de que nadie más aplaude así, con un brío solo existente en la ficción y solo comparable al de Charles Foster Kane en la ópera.

En un país que ha sido capaz de construir en el siglo XXI un problema metafísico a partir de la diferencia entre la responsabilidad política y la legal, entre España y Europa, entre el culo y las témporas, siempre tercian los que aplauden puntualmente como se da un golpe en la mesa, como un pronunciamiento que dejase paso a la restauración de la historia y advirtiese de que las cosas son como son y no de otra manera porque ellos, como afirmaba Fraga de sí mismo, dicen verdades sin condón y punto. Tarea esta encomendada a los sacamuelas del aplauso, sembrados a voleo en las tertulias políticas, que aplauden con la lengua como los de los escaños aplauden con las manos.

Aplauden la iniquidad, la estupidez, los discursos vacíos con la misma aplicación y método con que otros cavan zanjas o se rascan los sobacos, y siempre aparecen con la lengua en ristre, como un ariete destinado a desflorar la verdad a pelo, porque tienen mucho que decir, que especificar, que filosofar a gritos.

En orden descendente, aparecen después los que aplauden desde las redacciones, tecleando compulsivamente sus aplausos, y hacen con la información lo que los trileros con el garbanzo, porque hay mucho, muchísimo que aplaudir todavía (la iniquidad, la estupidez, los discursos vacíos), mucho que escribir, muchos garbanzos que mover para dejar claro ante la jefatura que aplauden todo el tiempo y hacen méritos con la diligencia de quienes han entendido por dónde van los tiros, su lugar en el escalafón y el espíritu de la época.

En la base de la pirámide del aplauso, este es ya individual, atomizado y con frecuencia solo un hecho psíquico, pero tan masivo que se cuenta por millones de ejecutantes. Son esas discretas multitudes aplaudidoras las que sostienen a quienes, a su vez, aplauden en los escaños, en las tertulias o en los medios la iniquidad, la estupidez, los discursos vacíos.

Sin ellos, sin su colaboración, la pirámide de aplausos vertebradora de todo ese tinglado se hundiría, o al menos aplacaría el cortejo de monstruos cotidianos. Aún está por estudiar el coste económico de esa condena, de esa enfermedad moral, de ese permanente derroche de energía, tiempo, conocimiento y bienestar que se va en aplausos.