si algo ha demostrado la moción de Pedro Sánchez y el gobierno surgido de ese proceso democrático es que las batallas decisivas de la política española se libran, todavía, en el territorio de los viejos partidos. Las estructuras y estrategias de las formaciones tradicionales les permiten responder con agilidad a situaciones complejas: Sánchez pudo formar un gobierno sorprendente, con voluntad de permanencia, en menos de una semana, algo inalcanzable, por ahora, para Cs y aún más para Podemos, donde la teoría siempre reemplaza a los cimientos. A pesar de todo, las grandes estructuras organizativas de los viejos partidos siguen en pie como valores seguros para la mitad del electorado. Esto lo saben los viejos partidos, las élites financieras, lo saben los lobbies mediáticos y los otros, lo sabe todo el mundo menos quienes creían que la voluntad de asaltar los cielos era suficiente para levitar como Peter Pan (Podemos), o valoraron en exceso el torrente de encuestas favorables sin reparar en sus carencias logísticas (Cs).

Por razones opuestas, el PP se reconstruirá sin grandes dificultades. No porque ese partido responda ideológicamente a las expectativas reales de la población ni, como plantean sectores minoritarios, haya llegado el momento abrazar de una vez el liberalismo, sino porque la derecha española lleva 40 años consolidando una gran organización tentacular y un discurso en negativo de los que el sistema no puede prescindir sin desequilibrarse. De la misma forma que Cs fue bendecido e impulsado por las elites financieras, hoy se impone la misión colectiva, desde los centros de poder, de salir al rescate del PP.

Un reflejo de los déficits estructurales y estratégicos que afectan a los nuevos partidos se da en Gandia con relación a Podemos, como demuestra su amplio catálogo de insuficiencias organizativas y la confirmación en el cargo de Ángel Martín. Lo peor que le puede pasar a un partido dispuesto a competir en el mercado electoral es que lo dirija alguien que, tras fracasar en las urnas y después de tres años de voluntario ostracismo de la política local, asome la oreja al calor de la precampaña. Esto representa una contradicción típicamente podemista: donde no llegamos con las estrategias llegaremos con la fe y los análisis autocomplacientes. El mejor ejemplo de esa actitud lo encarnó Pablo Iglesias, quien, tras perder la batalla del sorpasso al PSOE y quedar muy por debajo de sus expectativas en las elecciones generales de 2016, explicó así los malos resultados: «hemos sido víctimas de nuestra propia lucidez». Frente a la autocrítica, la lírica, y frente a la responsabilidad, la vanidad.

Ángel Martín no hizo ni eso, y tras las elecciones locales optó por borrar a su partido, de un plumazo, de la circulación. Ahora Martín, confirmado en el cargo por la militancia, vuelve a asomarse a la política gandiense abriendo boca, a verlas venir, siendo el mismo líder anónimo cuya idea de dirigir una organización ha pasado por ocultarla durante más de mil días a los ciudadanos. Martín pide hoy una «entesa» entre los partidos de izquierda, pero la invoca sin ninguna autoridad política, porque él y su partido carecen de historia en Gandia. ¿Qué ha hecho ese señor desde mayo de 2015 para permitirse lanzar tales discursos? La historia de su acción política cabe en un sello de correos.

Podría haber administrado (él o quien fuera) sin dificultad unas siglas que están a diario en todos los medios de comunicación nacionales afianzando un suelo electoral local aun desde fuera de las instituciones. Podría haber representado, haciendo política, a sus 1.735 votantes, convenciéndoles de que no habían lanzado su papeleta electoral directamente a la basura, a mayor gloria de la derecha local, porque existía un proyecto político de continuidad. Podría haber demostrado que los círculos servían para algo más que para representar figuras geométricas decorativas. Podría haber creado cuadros y algo semejante a una formación que no se pareciese a club secreto. Podría haber organizado, en fin, una plataforma informativa de mínimos. Pero Martín (o Podemos, porque la cuestión naturalmente va más allá de los personalismos) no ha movido un solo dedo hasta la llegada del año electoral, y ahora, como hace tres años, lo fía todo al poder sugestivo de la marca.

¿Por qué razón habría que confiar en un partido liderado por alguien cuyos compromisos con la ciudadanía y su idea de la actividad política pasan, simplemente, por colgarse de unas siglas a fecha fija? ¿Qué crédito electoral puede esperar una formación que ni siquiera supervisa los desastres organizativos desde el punto inmediatamente superior del organigrama y se ha permitido reincidir en ellos durante casi una legislatura y sigue haciéndolo a un año de las elecciones? En el caso de que Podemos, en Gandia, ¿volverá a someter caprichosamente a la izquierda al pánico de su incapacidad política? Estaría bien que lo aclarasen si nos van a pedir el voto.