el mejor regalo que puede darte la vida son los buenos amigos. Los tengo de todo tipo y condición, hasta el punto que muchas veces me preguntan, ¿tú eres amigo de ese? Y yo contesto que sí; porque aunque nuestra ideología no coincida y nos veamos de uvas a peras, la amistad está por encima de todo. Nunca he dejado de proclamar las virtudes de los amigos, e incluso me permito hacerles un pequeño homenaje nombrándoles en mis artículos y novelas.

El pasado domingo, auspiciados por los buenos oficios de Juan Luis, nos reunimos por primera vez un octeto de amigos. Llegaron cargados de buenos vinos y un exquisito pastel de chocolate hecho con amor. Venían para comer una de esas paellas de las que presumo, pero que en realidad son obra del bar El Blanco de Palma de Gandia. Entre los músicos del octeto estaba la cuerda, el metal, el viento, la madera y la percusión, lo cual se tradujo en una armoniosa conversación que hizo las delicias de todos. Se escucharon infinidad de historias a cual más interesante, desde las pinturas de la cueva del Parpalló hasta las Torres Kio.

De todas ellas no me resisto a contarles las peripecias de un primo lejano de mi madre, sucedidas durante la Guerra Incivil. Se llamaba Luis José y pertenecía a una importante familia valenciana que tenía su casa solariega en la calle de Caballeros. Su padre, don Hermógenes, era un rico terrateniente, miembro del Tribunal de las Aguas, de la Hermandad del Santo Cáliz y devoto monárquico de la CEDA, el partido de Gil Robles, del que mi madre política tenía el carnet número 16. Luis José rondaba los 25 años, alto, bien parecido y con el pelo rubio y ensortijado como un ángel de Botticelli, por lo que los amigos le llamaban «Ricitos de oro». En lo político era camisa vieja de Falange y en lo deportivo sentía pasión por sus coches de carrera, con los que había participado varias veces en el Gran Premio de Montecarlo.

Al poco tiempo de comenzar la guerra la mayoría de los cabezas de familia, ricos, católicos y conservadores, huyeron de Valencia o fueron detenidos. Pero, curiosamente, el primo de mi madre y sus padres, que reunían todas las condiciones para ser perseguidos, no fueron molestados y continuaron viviendo en su lujosa casa de la calle de Caballeros. La explicación era muy sencilla, Luis José, «Ricitos de oro», era el amante de una de las principales jefas del Partido Comunista. Se llamaba Amparo y, por la foto que ha llegado hasta mi, reconozco que tenía una belleza muy especial y se la conocía como «La Mameluca» por el tamaño de sus mamellas. Enamorada perdidamente de Luis José, le dio su protección a cambio de su amor. Le nombró encargado del parque de ambulancias, donde desarrolló una gran labor adiestrando a los conductores.

A comienzos de 1937, Amparo convenció a su amante para que sus padres pasaran a ocupar la vivienda de los porteros y ellos se instalaron en la lujosa casa que, en poco tiempo, se convirtió en un club social republicano donde el amor libre y el alcohol lograban reunir a un buen número de clientes.

En el mes de marzo de 1939, viendo próximo el final de la guerra, la pareja de amantes se instaló en el antiguo chalet de Blasco Ibáñez, en la playa de la Malvarrosa, construido en 1909 por el maestro de obras Vicente Bochón, según mi amigo Alberto Peñín. Los acontecimientos se precipitaron. El día 20 Amparo recogió todas las divisas que se guardaban en la caja fuerte de su despacho oficial. Luis José hizo lo mismo con las joyas de la familia y, al anochecer del día 22, de acuerdo con unos amigos pescadores que varaban su barca frente a la casa, embarcaron rumbo a Marsella mientras las cariátides de la casa de Blasco Ibáñez les contemplaban con sus ojos de piedra.

En Marsella, asesorados por su amigo Luis Rosario, compraron una lujosa casa en el paseo de la Croiset, donde pasaron varios meses disfrutando de la dulce Francia que cantaba Luis Mariano.

Dos años más tarde, cuando parecían haberse calmado las represalias de los vencedores, Luis José decidió volver a Valencia. Su padre ocupaba un alto cargo en el nuevo gobierno de la ciudad y decidió darle a su hijo un escarmiento ejemplar. Por supuesto que no le mandó fusilar, pero le aplicó el mismo tratamiento que a la madre de unos amigos míos en Pego. Le cortaron el pelo al rape, le dieron a beber una botella de aceite de ricino y, medio desnudo, le hicieron desfilar desde la calle de Caballeros a la plaza del Caudillo mientras la mierda le resbalaba por las piernas. Le custodiaba un grupo de niños del Frente de Juventudes con fusiles de madera y la gente no dejaba de gritarle todo tipo de insultos.

A Luis José ya no volvieron a salirle sus rizos de oro, ni tampoco pudo ver a su querida Mameluca. Con la razón perdida estuvo ingresado en el Hospital Psiquiátrico Padre Jofré, donde en 1976 mi amigo, el psiquiatra Alfredo Cortell, llegó a conocerle abrazado a una muñeca de trapo y a un coche de carreras de juguete, de los que nunca se separaba.