lo más relevante de las primarias del PP han sido las declaraciones de García Margallo sobre su partido: «es un yermo ideológico, no reconocerlo sería una locura», señaló hace apenas quince días. La esterilidad ideológica de la derecha española no es precisamente una novedad, sino un estado endémico que se diagnostica cada vez que el partido atraviesa momentos difíciles, pero al que nunca se ha aplicado la terapéutica necesaria, sino la retórica habitual, cuyo eje son los problemas de la propia organización, no sus fundamentos teóricos. A esa lucha por el poder y al cambio de rostros y de camarillas se le llama retóricamente «refundación». García Margallo recordaba que en la carrera hacia la presidencia del partido no ha habido debates y que el PP necesita adaptarse ideológicamente al mundo surgido tras la crisis económica de 2007, una posición que aún resulta excesivamente heterodoxa en un partido que, cómodamente instalado en el bipartidismo durante tres décadas largas, no ha necesitado reconvertirse ideológicamente ni democratizarse orgánicamente.

El expresidente balear José Ramón Bauzá, coincidía semanas atrás con García Margallo al pedir, sin ningún éxito, que el partido profundizase resueltamente en la vía liberal. Pero esa clase de propuestas son música celestial en el seno del PP, donde cualquier atisbo de un debate de ideas es sofocado por la inercia y la literatura oficial producidas desde el aparato. Eso significa, ni más ni menos, que el conservadurismo español del siglo XXI, más allá de las disputas de quienes aspiran a liderarlo, sigue instalado en sus inercias ideológicas fundacionales, como demuestra el hecho de que todavía existan diputados que reciben homenajes en la Fundación Francisco Franco sin que ese suceso provoque rechazo o alarma en el PP. Al contrario: de sus extrañas relaciones con los fantasmas del franquismo (más antiliberal aún que anticomunista) suelen culpar sus dirigentes sistemáticamente a la izquierda, tachándola de revanchista, guerracivilista y de «abrir viejas heridas», lo que concilian sin complejos con la transmisión del Ducado de Franco a los descendientes del dictador.

Las diferencias entre los candidatos de las primarias no han sido, pues, de importancia, sino de banderías, personales y las propias de la lucha por el poder total en una gran organización política. Esa desideologización absoluta y la novedad del mecanismo electoral empleado se han presentado desde el PP como un rasgo de modernidad, juego limpio, prudencia y cohesión siendo, en realidad, todo lo contrario.

Las primarias se han desarrollado como una cuestión de orden interno que no incumbía a la ciudadanía, porque no era este el momento de persuadirla, informarla o sorprenderla, pues tiempo habrá de requerirla por los conductos habituales en época electoral, pero no antes. Por eso no ha habido debates ni contraste público de proyectos, mientras se libraba una batalla feroz a puerta cerrada entre los equipos de los candidatos y estos sonreían de oreja a oreja sin descanso, sin otra cosa que proponer más que su propia parálisis disfrazada de dinamismo.

Solo García Margallo sostiene abiertamente la idea de que el PP necesita una puesta al día europeísta que necesariamente pasa por pensar qué es y qué quiere ser esa formación política más allá de cambiar la decoración del partido. Pero esa visión de largo alcance y de gran calado no cuenta con adeptos en el núcleo duro del PP, donde se cree que el primer movimiento estratégico debe ser de repliegue, como demuestra el desarrollo de las primarias, cuyo objetivo declarado no es renovar crítica y políticamente la organización, sino producir un líder para echar a Pedro Sánchez del gobierno. La obsesión por Sánchez como única propuesta reconocible en el PP resulta a estas alturas tragicómica, pero confirma las palabras de Margallo sobre el progresivo alejamiento de la realidad de la vieja derecha española.

Desde la óptica popular abrir hoy debates en torno al futuro del PP sería lo mismo que asumir errores, algo que han rechazado de plano todos los candidatos a presidir el partido, los cuales solo hablan de él para elogiarlo como modelo de virtudes, aunque en dos años la vieja derecha haya perdido el 40% de su electorado, cerca de 3.200.000 votos, por no ser precisamente ejemplar.

Si el aire nuevo que traerá el futuro presidente del PP, nacido a la sombra del aparato, llega de un yermo ideológico; si los casos de corrupción han demostrado una nula voluntad de regeneración democrática así como la negativa total a asumir responsabilidades, y el tono y fondo político del partido podrían ser asumidos sin dificultad incluso por el intempestivo Manuel Fraga, ¿hay alguna razón para esperar que el electorado reaccione con entusiasmo ante los cambios cosméticos de un partido en el que, a pesar de todo, la vida sigue igual?