la propuesta de Podemos de sancionar el acoso sexual callejero ha sido interpretada por la derecha mediática también como una cruzada contra el piropo. El tema es interesante porque forma parte de los cambios culturales que han transformado las relaciones sociales en los últimos años y podría afectar a esa costumbre hasta ahora no cuestionada. Nadie cuenta ya chistes «de maricones», o de gangosos, o de tartajas, o de cojos, porque se consideran, con razón, de mal gusto, e incluso los más divertidos han pasado, con buen criterio, a la reserva.

En tales casos, es evidente que la regulación política produjo en el ecosistema social más bienestar que lo contrario, y es justo recordar que la aceleración en ese cambio de costumbres, realmente fulminante en términos históricos, la provocaron las leyes.

Seguramente, si llegara a cristalizar, con la regulación sobre el piropo sucedería algo parecido: la medida le parecería a la mayoría más que razonable, y el piropo una anécdota del pasado que nadie echaría de menos para convivir en paz. En primer lugar porque los piropos, como no hace tanto las rechiflas sobre los homosexuales, carecen de imaginación y son muy cutres, muy cursis, o muy memos, pero sobre todo porque el piropo es un hecho social unilateral, una intromisión que hay que ver solo como un asunto de orden público, no como un suceso simpático o galante ni menos aún como «un homenaje a la mujer».

No hay nada memorable o de interés en los piropos callejeros y, aunque algunos sean inofensivos y otros gusten a personas más o menos vanidosas, la mayoría son un engorro, cagarritas mentales, clichés que complacen mucho menos que fastidian, representaciones grotescas como las que aparecen en la divertida novela de Wenceslao Fernández Flórez, Relato inmoral, que ridiculizaba las costumbres sexuales de los españoles de hace un siglo, incluidas las de los nada originales pero muy castizos piropeadores, siempre al acecho y dispuestos a exclamar ante las mujeres a tiro: «¡Olé, viva tu madre!». O sea, que no nos perderíamos líricamente nada y, echando cuentas, nos libraríamos de un número considerable de pelmazos. De modo que una presunta regulación del piropo está lo bastante justificada y puede argumentarse con la suficiente solvencia como para no temerla como moralina ni como una imposición odiosa. Políticamente no sería, por otra parte, un hecho aislado o nuevo: como en Bélgica hace dos años, la regulación del piropo fue aprobada en Francia hace dos meses. ¿Quién se opuso a ella? El Frente Nacional. Por supuesto aquí, en el país del motín de Esquilache, ciertas iniciativas de higiene pública, por tímidas que sean, siempre provocan reacciones desaforadas y casi pavlovianas en las facciones curiosamente menos liberales, las menos francesas que quepa imaginar, salvo por sus coincidencias, en este punto, con la ultraderecha gala.

El piropo está en las antípodas de la seducción o el encanto, que se construyen sobre claves más sutiles y cuyo ambiente natural suele ser la privacidad. A estas alturas, el piropo solo puede verse como una práctica propia de retrasados sociales, de bocazas cuya imagen pública es idéntica a la de los tipos que aparecen en la famosa foto «Una chica americana en Italia», tomada hace 60 años. Son quince, de todas las edades y calenturas, y, entre ellos, la chica en cuestión parece una esfinge en fuga, como las requebradas mujeres de la novela de Fernández Flórez, un humorista de derechas (y autor, además, de El bosque animado, la novela sobre la que Cuerda hizo una película) que hoy, sin duda, se extrañaría de nuestra lentitud a la hora de modernizar usos sociales que a él, hace cien años, ya le parecían anacrónicos y ridículos, y combatió con una gracia y talento que aún perduran.