Salvo Sánchez y sus asesores más próximos, nadie sabía qué hacer con Franco. Durante cuarenta años ha sido un asunto tabú, siempre aplazado, aunque su tumba en el Valle de los Caídos fuese un desajuste histórico, una prueba de europeísmo incompleto, porque tras la II Guerra Mundial las democracias continentales se construyeron contra los fascismos. Sin embargo Franco, simbólicamente, sobrevivió a su propio régimen al amparo de un dogma nacional llamado «La Transición». Las estatuas ecuestres fueron retiradas, y calles y plazas cambiaron de nombre, pero el modelo original permaneció en su sitio. Es difícil pensar en la tumba de Franco como en la de un ser humano porque no fue imaginada a la medida de la muerte sino de la eternidad de un mito.

El Valle de los Caídos fue el monumento faraónico del franquismo, y debía acoger a quien lo soñó y construyó en los años del hambre sin reparar en gastos y con mano de obra esclava a mayor gloria de su Régimen. Ese nombre, «Valle de los Caídos», aparentemente inocuo, encierra un significado militar más antiguo y terrible: es el viejísimo «Vae victis», el «¡Ay de los vencidos!» levantado en piedra como un trofeo de guerra. Si los grandes monumentos no se entienden sin su carga simbólica original y su ambición de permanencia, entonces algunos españoles, vivos y muertos, continúan atados al carro del vencedor.

Esto, que para muchos es obvio, resulta inadmisible para quienes creen que la condena de la larga dictadura supone un atentado contra la paz social porque «no hay que abrir viejas heridas». En realidad, lo que pretende el discurso de las viejas heridas es negar nuestra capacidad colectiva de objetivar el pasado y, al mismo tiempo, apropiarse del relato del franquismo. Cada vez que la izquierda se pronuncia sobre la dictadura es tachada de «guerracivilista», «revanchista», de inspirarse en el «odio» y el «rencor». Ese lenguaje, que ya se empleó en tiempos de Zapatero para descalificar la Ley de Memoria Histórica, es absurdo y estúpido, pero se repite hasta la náusea como si fuese un argumento contundente. También la prensa ultramontana habla ya de «Frente Popular» para deslegitimar al gobierno democráticamente surgido de la moción de censura. Son expresiones coléricas, despectivas, que siempre vienen del mismo lado, de las simas del pensamiento reaccionario español para el que la palabra «tolerancia» era una herejía.

¿Es que el traslado de los restos de Franco no puede asumirse, simplemente, en términos democráticos, los de un país cuya clase política debe condenar las dictaduras y su simbología residual? A juzgar por las discusiones que todavía se producen al tratar el tema, no es algo que esté tan claro para todos. Las alusiones al franquismo como afrenta histórica son replicadas aquí y allá con un recuerdo de la Guerra Civil y del papel jugado por «la izquierda» en ella, como si el franquismo debiera aceptarse como una secuela natural del conflicto bélico. Todavía, en muchos casos, el llamado «Glorioso Alzamiento nacional» es visto como un hecho inevitable y Franco no como un golpista que desató, junto a otros generales, una guerra que según Mola debía iniciarse bajo el signo del terror, sino como un visionario, un ser providencial, un salvador de la patria. Pero Franco fue un militar sanguinario que, tras la guerra, en la paz, en la victoria, liquidó a 50.000 españoles, encarceló a cerca de 300.000, condenó a 220.000 al exilio y siguió firmando sentencias de muerte hasta el final de sus días. Esa escabechina hoy puede objetivarse a pesar de todo (y lo han hecho los historiadores), aunque la retórica de las viejas heridas intente escamotearla.

Ideológicamente, el franquismo fue idéntico, recordaba Madariaga, a la voluntad e intereses de Franco y se extinguió en 1975, pero durante casi cuarenta años ha seguido proyectándose insidiosamente en monumentos, emblemas públicos y conductas incompatibles con la convivencia democrática. Si cada decisión política invita a una reflexión, la que deja el traslado de los restos de Franco no es muy alentadora: se ha tardado muchísimo en borrarlo, simbólicamente, del paisaje y deberíamos preguntarnos por qué.