en diciembre de 2017 Kazuo Ishiguro pronunció en Estocolmo su discurso de aceptación del Nobel de Literatura. Hacia el final de su intervención, Ishiguro se describió a sí mismo como «un autor fatigado de una generación fatigada» y se preguntó si aún disponía de la energía necesaria para escrutar los nuevos escenarios de nuestras sociedades del primer mundo y aportar perspectiva en los debates de nuestro tiempo.

Mi simpatía hacia Ishiguro -más allá de considerarle un gran escritor- tiene su origen en el hecho de que naciéramos el mismo año. Él nació en Nagasaki, nueve años después de que una bomba atómica de las fuerzas áreas de EE UU dejaran devastada la ciudad japonesa, mientras que yo nací en Gandia, que también sufrió durante la Guerra Civil los bombardeos de la Aviazione Legionaria italiana. Además, también me siento parte de esa generación fatigada de la que habló Ishiguro, no sólo por la coincidencia cronológica sino porque con frecuencia también me resulta agotador el esfuerzo de vislumbrar, entre las nieblas de nuestra sociedad, atisbos de coherencia, armonía o ilusión?

Ambos formamos parte de la generación del baby boom y fuimos testigos de cómo, de las cenizas de unas tierras devastadas por la guerra, surgía una sociedad objetivamente mejor, una sociedad que nuestra generación también contribuyó a construir. Por eso suscribo lo que dijo el escritor al afirmar que «formo parte de una generación tendente al optimismo [?] Vimos cómo nuestros mayores transformaban Europa y convertían un escenario de regímenes totalitarios, genocidio y matanzas sin precedentes en la historia, en una región envidiada de democracias liberales viviendo en armonía en un espacio casi sin fronteras?».

Sin embargo, ese optimismo que profesamos de modo casi congénito, se enfrenta a la ola de escepticismo y cinismo que parece envolver al mundo actual. Daría la impresión de que todo está mal, todo es mentira y todo va a ir peor en el futuro. Toma cuerpo, como en el viejo tango de Enrique Santos Discépolo, la idea de que «el mundo fue y será una porquería?» y que habitamos en el peor de los mundos posibles.

Son muchos los problemas que la sociedad debe resolver y los debates que debe enfrentar, pero no justifican que el pesimismo, la desilusión y la sospecha se conviertan en el estado natural del hombre de nuestro tiempo. Incidir y magnificar los aspectos negativos, obviando o negando los positivos -pretéritos y actuales- es algo habitual en muchos intelectuales y comunicadores, formando parte de lo que se conoce como ideología de la corrección política. En el terreno de la política, la necesidad electoral de desacreditar al adversario produce cada día torbellinos de críticas desmesuradas -en muchos casos injustas- que dejan en la sociedad esa depresiva sensación de pesimismo colectivo.

Quizá sea necesario, como decía Ishiguro, aportar perspectiva y matices emocionales. La perspectiva puede obtenerse fácilmente, retrocediendo unos pasos y volviendo la vista atrás para ver de dónde venimos. En el caso de mi generación la evolución ha sido asombrosa. Tan sólo hay que comparar la España en la que vinimos al mundo: un país pobre, atrasado y aislado, con el país que heredan las generaciones posteriores. España es hoy uno de los países del mundo menos violento, más seguro y pacífico, a un nivel superior que Francia, Reino Unido o Italia. Es una democracia plena, a mayor nivel que otras democracias consideradas incompletas o parcialmente defectuosas, como EE UU, Italia, Francia o Bélgica. El estado de derecho y el funcionamiento de la justicia está entre los mejores del mundo y posee un Índice de Desarrollo Humano (IDH) muy alto, tanto en aspectos de salud y educación como en la capacidad de los ciudadanos para lograr un nivel de vida digno. De hecho, tiene el mayor IDH entre los países del Mediterráneo, tan sólo superado por Francia, y ocupa el mismo lugar global (el 26 entre 188 países) al ajustar ese índice por la desigualdad. Y todo esto no son opiniones personales y subjetivas, sino el resultado de valoraciones de organizaciones y paneles internacionales.

Finalmente, un matiz emocional: ¿No podemos sentirnos orgullosos de todo lo que hemos conseguido, aunque sea tan solo durante un rato? No tenemos por qué asumir de forma acrítica -como nos piden los telepredicadores de la corrección política- que España sea y haya sido siempre un desastre, ni que la civilización cristiana occidental sea intrínsicamente malvada. Ni nuestra sociedad, ni nuestra historia, ni nuestro estado social y democrático de derecho, son los responsables de todos los males universales.