si algo ha demostrado el revuelo informativo montado artificialmente sobre la tesis doctoral de Pedro Sánchez (una noticia de hace un par de años) es que una política limpia y transparente no podrá alcanzarse con medios de comunicación histéricos, que no contrastan las noticias o, simplemente, las distorsionan, o cambian de línea editorial según soplan los vientos, cuando no mienten descaradamente o se transforman en nombre del interés general en centros de agitación y propaganda.

En ciertos periódicos, radios y televisiones esto no es algo nuevo ni sorprendente. Son los mismos que defendieron la autoría de ETA en los atentados del 11-M y sin duda han contribuido a que, en general, los medios españoles sean considerados los peores de Europa. Algunas empresas de comunicación no persiguen conocer la verdad ni conceden excesivo crédito a los hechos, sino que pretenden transformar en hechos sus forzadas elucubraciones.

Con relación a la tesis doctoral de Pedro Sánchez esos medios -todos ellos de Madrid- han pasado en pocas horas de la acusación de plagio a señalar que la calidad de la tesis de Pedro Sánchez es «muy baja». Pero, ¿cuál es la calidad y el grado de fiabilidad de esos periódicos, radios y televisiones que se arrogan el papel de fiscalizadores de la vida pública sin haber hecho, como exigen a los partidos, ningún esfuerzo de regeneración interna, a pesar de arrastrar un amplio historial de pifias, medias verdades y chapucerías?

En un ecosistema mediático que -con pocas excepciones- tiende a igualarse a la baja y está controlado abrumadoramente por el mundo del dinero, los periodistas estrella ya no son Gabilondo o quienes aspiran a encarnar similares niveles deontológicos, sino una caterva de mindundis y charlatanes, profesionales del amarillismo y la gresca, cuya relevancia pública no es casual. Esos peones de brega han llegado para crear un clima propicio a todas las opiniones, fundadas o no, comprobables o simplemente fantásticas, sensatas o delirantes, en el que la verdad objetiva y las pruebas ya no sean los puntos de referencia naturales para explicar la realidad. Cuando se desata un ruido formidable en la escena política al calor de una noticia más vieja que Cascorro es que se ha puesto en marcha eso que Umberto Eco llamaba «la máquina del fango».

Analizar hasta la última coma de la tesis doctoral de Sánchez es un elemental deber periodístico (y aquí hay que recordar que el trabajo, aunque de difícil acceso, no estaba oculto) pero también es una tarea que algunos medios no pueden llevar a cabo sin proyectar la idea de estar realizando, más que una labor de interés público, una maniobra instrumental. Un propósito que si a alguien no puede sorprender es al propio Sánchez, quien ya hace un par de años señaló en una entrevista televisiva la existencia de poderes mediáticos tan amplios e influyentes como escasamente plurales y rigurosos.

Cuando la derecha muestra sus flaquezas y limitaciones, sus estructuras de agitación y propaganda entran en acción y el fango lo anega todo. El fango (evidentemente un eufemismo) siempre se plagia a sí mismo, y las empresas que lo fabrican y los partidos que se nutren de esa mercancía y, a pesar de todo, pretenden pasar por reformadores de la vida pública desde una asombrosa penuria de escrúpulos, mal pueden ganarse nuestra confianza, pues la decencia política y la regeneración democrática, ¿no consisten precisamente en apostar por lo contrario de que lo que representan?