de los varios hombres (o mujeres) que somos a lo largo de la vida, Ignacio Carrión eligió muy pronto ser solo uno: el escritor de diarios. Ni siquiera su profesión periodística ni su talento para electrizar reportajes y noticias a lo largo y ancho del mundo lograron ensombrecer la presencia, gigantesca y secreta, del hombre que, de vuelta a casa o al hotel, comenzaba a escribir para sí mismo, a mano, como si la verdadera vida llegara a deshoras, robándole el tiempo a la existencia oficial, al corresponsal en Londres o en Washington, a la del reportero de guerra, al articulista de opinión, a la familia, a las relaciones personales, a todo.

Los diarios que escribió durante casi medio siglo no estaban destinados a su publicación. Solo la insistencia de algunos editores heroicos consiguió que, en 2007, una pequeña muestra (alrededor de un 10%) de esa oceánica e íntima producción literaria viese la luz: el resultado fue La hierba crece despacio, un volumen de cerca de mil páginas que estaba condenado al fracaso. Era demasiado bueno, demasiado real, excesivamente auténtico e incómodo en un país que, a pesar de su proclamada puesta al día cultural y de su presunto europeísmo, seguía siendo incapaz de enfrentarse con su pasado: también con el que se revelaba implacablemente, página a página, en La hierba crece despacio.

Demasiados nombres ilustres reducidos a su verdadero tamaño, demasiados enanos bulliciosos o anodinos peatones de la historia con ínfulas de gloria a cualquier precio retratados sin piedad, demasiada dosis de verdad, demasiado sarcasmo, demasiado humor negro, demasiado talento flotando sobre la miseria del franquismo y los oropeles de la democracia. Demasiada humanidad y un dolor demasiado humano, para decirlo todo. En consecuencia, ese libro memorable corrió la suerte de los productos rechazados por el establishment cultural y hoy está descatalogado. Es otro ejemplo sangrante de cómo una obra mayor permanece en un limbo típicamente español.

Ignacio murió en 2016, un 8 de octubre, a los 78 años. Dio clases en la «Universitat dels Majors» de Gandia y sin duda para sus alumnos fue un privilegio compartir algunos cursos con quien (aparte sus aventuras periodísticas, muchas de ellas novelescas) hizo de la escritura su verdadera vida.

Escribió sus diarios en mitad de guerras, desde todo el mundo y desde muchas casas. Dejó sin publicar un libro titulado, precisamente, Las casas que he vivido, que arrancaba con una aterradora evocación de su infancia en Valencia. Su nomadismo profesional y vocacional le hacía espontáneamente refractario a capillitas, chismes, enredos y mamoneos.

En realidad nunca pretendió «hacer carrera literaria». Sin embargo, había ganado el premio Nadal antes de que solo fuese un premio literario, fue muy amigo de Ramón J. Sender, trató a Brodsky y a Saul Bellow y en Londres, con mucha frecuencia, a Vargas Llosa, de quien más tarde se distanció.

Pero, fugaces o duraderas, sus relaciones literarias (como las otras) eran versiones provisionales de la realidad que solo alcanzaban su auténtica dimensión vital una vez registradas en el diario. Entonces bastaba una frase corta para liquidar cualquier asomo de convencionalismo, pompa o gravedad. La mirada oblicua de Ignacio siempre encontraba una grieta por la que empezar a echar abajo el templo de las apariencias.

Hoy, el recuerdo de Ignacio Carrión y de su gran legado, los Diarios, trasciende el ámbito de la memoria personal y se proyecta como una luz hospitalaria en la mezquina época de la posverdad, que no es otra que la del descrédito de la palabra.

Hay algo admirable en todos diaristas, pues ¿para qué escriben si no para sobrevivir ante los monstruos cotidianos y los zarpazos del tiempo? No otra cosa hicieron Victor Klemperer, Anna Frank, o Kafka, o Agustí Calvet, Gaziel, el excelente y olvidado periodista catalán, en la España franquista.

A su manera, Ignacio Carrión se entregó a los mismos esfuerzos de salvación personal desde los veintiséis años hasta el final, buscando en las palabras algo de luz y de paz. Probablemente raras veces las consiguió, pero en esa porfía dejó lo mejor de sí mismo, una obra única que merece recordarse y recuperarse.