Hemos visto estos días cómo el presidente del Tribunal Supremo se disculpaba ante la opinión pública por haber gestionado mal la sentencia sobre las hipotecas mientras Rodrigo Rato pedía perdón «a la sociedad» por los hechos que le han llevado a la cárcel. Esto ha generado en algunos medios debates sobre el perdón. Se han recuperado las palabras del Rey Juan Carlos («me he equivocado, no volverá a ocurrir») pronunciadas tras su famosa cacería y, en clave local, puede recordarse la exigencia hecha por Lorena Milvaques al PP de Arturo Torró para que el exalcalde y su partido pidieran perdón por la desastrosa gestión económica llevada a cabo durante el mandato anterior. Petición que el PP local no atendió porque todavía niega cualquier clase de responsabilidad sobre la colosal deuda que dejó a los ciudadanos.

El del perdón político o institucional, en España, es un debate estéril, porque enmascara el mucho más urgente y necesario sobre la responsabilidad que el regeneracionismo político nunca ha emprendido a fondo ni con orden. Si se compromete a veces con sus principios declarados también lo hace desde una discrecionalidad que ha limitado su crédito. No es un caso que solo afecte a Ciudadanos, sino un problema transversal de la política española que es importante subrayar porque la oleada reformista, que tanto prometía y a la que tantos se sumaron, está funcionando más como un parche que como un revulsivo real de las peores costumbres del pasado.

No se trata de crear una doctrina de hierro que coartaría la necesaria flexibilidad de la política una vez roto el bipartidismo, situación que obliga a pactos, sino de asumir como una cuestión de Estado una serie de supuestos no negociables en relación con la idea de responsabilidad política que todavía siguen sin resolverse. Supuestos que, para empezar, habrían impedido la investidura de Mariano Rajoy. Es imposible crear una cultura democrática solvente sin escenificar claramente la idea de responsabilidad cuando imperativamente lo exijan las circunstancias. Sin embargo, las rápidas dimisiones de Màxim Huerta o de Carmen Montón, han sido señaladas más como defectos del ejecutivo de Pedro Sánchez que como un saludable cambio de costumbres políticas por el mismo partido que, en Gandia, mantiene en sus cargos a Guillermo Barber, responsable del aumento en 140 millones de la deuda municipal, o a Víctor Soler, para quien la UCO pedía hace casi dos años su procesamiento por fraude, cohecho y malversación de caudales públicos por su vinculación con el caso Púnica. Ahora uno y otro compiten por ver quién será el candidato a la alcaldía en las próximas elecciones municipales, y a la dirección del PP valenciano todo eso le parece normal, decente, presentable, lo que merecemos los ciudadanos.

Es enormemente importante que las instituciones funcionen como en esos países que se utilizan siempre como modelos de referencia pero a los que no se hace caso a la hora de asumir responsabilidades. La frase anterior no es de cosecha propia, fue pronunciada por Felipe González en 1980 durante la moción de censura (entonces las mociones no eran ilegítimas) al gobierno de la UCD de Adolfo Suárez. Si la reproducimos es porque sirve para visualizar qué poco ha progresado la clase política española en materia de responsabilidad en 40 años de democracia. Todavía seguimos esquivando el espejo europeo, y hasta los escasos avances logrados en ese sentido se desprecian desde una derecha radical cuyas relaciones con la noción de responsabilidad, las evidencias y los hechos son sencillamente grotescas.

En política, o desde las instituciones, pedir perdón puede cumplir una función benéfica, simbólica y estética, pero solo como complemento de un sentido de la responsabilidad ampliamente asumido, cultural, que en España no existe. Las excusas públicas de Rato, aunque sean sinceras (no hay modo de saber si lo son), en ese sentido resultan irrelevantes y las disculpas del presidente del Tribunal Supremo no proceden, menos aún cuando el problema que las ha motivado no se ha resuelto. Si confundimos conceptos y prioridades pronto los muchos irresponsables que aún nos rodean podrían comenzar a considerar las grandes ventajas que ofrece el discurso del perdón para no asumir nunca errores, por gruesos que sean o por caros que les hayan costado a los ciudadanos. ¿Perdón? No, gracias. Nos deben ustedes 40 años de responsabilidades despilfarradas y ya no nos queda corazón.