que las cosas no estaban yendo nada bien se confirmó la noche en que aparecieron en la tele dos humoristas de la revista Mongolia intentando analizar racionalmente el sentido del humor, y los supuestos en que un chiste o una broma podían resultar ofensivos o no. Aquello era una especie de capitulación. Una semana antes la humorística Fundación Franco había denunciado a Wyoming y a Dani Mateo (como se denuncia a la competencia) por haberse burlado de aquel santo varón hoy tan injustamente infamado, y antes los tribunales habían encausado o condenado a raperos y a tuiteros chistosos como autores de delitos de enaltecimiento del terrorismo o contra la Corona. Los ofensores de segunda clase que no han llegado a los juzgados han sido linchados en las redes, calificadas con mucha gracia, de «sociales».

Hasta en Gandia, hace cosa de un año, se rezó un rosario de desagravio a la Virgen María porque alguien había publicado un cartel supuestamente ofensivo para la madre de Dios, del Dios verdadero de la religión verdadera, se entiende. De quién hizo el cartel y los detalles del caso nadie se acuerda ya porque lo memorable, lo importante, lo que permanece en el recuerdo es siempre el desagravio, el impulso inolvidable de la fuerza correctora que fusiona espiritualmente al personal.

También el saludable ejercicio de blasfemar ha llegado a los juzgados (¿volveremos a exclamar «¡cáspita!», «¡truenos!» o «¡canastos!» para no delinquir?), y en la política moderna, el PP andaluz exigía hace poco que fuese delito insultar a la Macarena (el gran problema del siglo XXI), al considerar tal comportamiento ofensivo para los andaluces de bien. Etcétera.

Aunque aquí, como se ve, lo hemos desarrollado mucho, el de la corrección política es un trastorno internacional. Ahora le ha llegado el turno a Apu, el divertido personaje de Los Simpson, que, una vez analizado en el contexto correspondiente por los tribunales contextualizadores habituales, ha sido condenado como «estereotipo racista». El caso de Apu, ya eliminado de la serie, demuestra los ínfimos niveles de tolerancia que mantenemos globalmente porque, vistos esos geniales dibujos animados desde el ángulo de la estupidez más tenaz, todo en ellos podría resultar ofensivo, improcedente, abominable o denunciable.

Ofensivo y mortificante puede resultar Homer para la gente con sobrepeso, para los padres de familia, para los abstemios, para los emprendedores y en general para la gente seria que cree en firmes valores. Ofensiva puede resultar Marge, analizada como un vergonzoso caso de sometimiento al patriarcado o, en sentido inverso (a veces en el mismo capítulo) como una loca de la vida cuyos hijos deberían serle arrebatados por el Estado y entregados en adopción a madres más juiciosas. Ofensiva puede resultar Lisa para ese igualitarismo pedagógico que evita exponer a los más pequeños a modelos inalcanzables y, por razones contrarias, igualmente ofensivo puede resultar Bart, ese trasto.

En realidad, ¿cuál de los más de 200 personajes que aparecen en Los Simpson podría superar el juicio sumarísimo de una visión políticamente correcta como la que ahora ha condenado a Apu a la extinción? Esa amenaza es real porque para cumplirse solo precisa de otro puñado de censores bien organizados. Detrás de cada censor, suele haber un farsante, como aquel juez que de día condenaba por inmoral Las flores del mal de Baudelaire y de noche escribía versos pornográficos.

Los estereotipos existen, pero su eliminación por la fuerza de una serie de humor no mejora las cosas, y solo indica que, como ocurre a menudo, los idiotas van ganando. Contra los 40 grados de fiebre de la corrección política no hay mucho que hacer, pero mientras resistimos en las trincheras disparando carcajadas contra el enemigo no dejemos, por Dios, de ver Los Simpson.