corremos el riesgo de que regresen, bajo nuevas máscaras, los fascismos. En realidad lo han hecho ya. Esa no es una afirmación exagerada de la izquierda alarmista y lunática, sino un diagnóstico expuesto por Madeleine Albright, exsecretaria de Estado de la segunda Administración Clinton, en un libro publicado recientemente en España y titulado precisamente así, Fascismo, que advierte del peligro que actualmente corren las sociedades occidentales ante la emergencia de gobiernos autoritarios: la Hungría de Orban, la Turquía de Erdogan, la Venezuela de Chávez, la Rusia de Putin, los Estados Unidos de Trump, y ahora, el Brasil de Bolsonaro serían ejemplos de neofascismos del siglo XXI. Si formalmente no pueden asimilarse a los fascismos del siglo XX el germen político del que derivan es el mismo, porque como recuerda Albright citando a Primo Levi, «cada época tiene su fascismo». Las señales de alarma se multiplican, aunque muchos asuman los nuevos giros sociales como parte de la normalidad democrática y no fueran amenazas reales. Sin embargo, Albright recuerda: «No creía que a mis ochenta años pudiera ver algo parecido». La biografía de Albright está moldeada por las corrientes totalitarias que desataron la Segunda Guerra Mundial. Nacida en Checoslovaquia, huyó con su familia de la tenaza del fascismo y del comunismo estalinista de postguerra, creció siendo una ciudadana norteamericana, y su experiencia de exiliada en busca de la libertad creó en ella profundas convicciones democráticas.

Llama la atención en Albright la inequívoca elección de la palabra «fascismo» para advertirnos de sus nuevas expresiones políticas y de las que podrían surgir a medio plazo. La exsecretaria de Estado estadounidense no ha dudado en emplear un término que, en España, se encuentra aún sometido a no pocas reservas en relación con el franquismo. Expresiones como «dictadura», «régimen autoritario», «dictablanda» aún intentan sortear el correoso término «fascismo». Y eso, en el mejor de los casos, porque la narrativa que legitima de un plumazo el golpe contra la República, y la dictadura como consecuencia inevitable del caos republicano, sigue estado a la orden del día. Esa posición no se entiende fuera de España, y menos desde el pragmatismo liberal y los principios defendidos por Albright en el libro Fascismos. La opinión de Albright sobre la crueldad de Franco es rechazada aún hoy desde ciertos núcleos políticos y de poder españoles, por una parte significativa de altos cargos militares en situación de retiro y por muchos opinadores que nunca admitirían la palabra «fascismo» aplicada al régimen predemocrático.

Si España los neofascismos son residuales no es menos cierto que Pablo Casado declaraba hace solo tres días que compartía «muchas ideas y muchos principios» con el partido ultraderechista Vox, en el que veía un «aliado para derrotar a los socialistas» y que hace menos de un mes apoyaba a Orban «por su respaldo frente al secesionismo catalán». Tampoco es difícil imaginar qué Albright pensaría de esas aproximaciones políticas que, por otra parte, no sorprenden en un partido creado por seis ministros franquistas que nunca ha abrazado el liberalismo.

En las proclamas e idearios neofascistas todo es simple y nostálgico: el regreso a una especie de pureza original (de la nación perdida, de la política honorable, de la prosperidad económica escamoteada, de los valores más nobles, de la tradición a la que nos debemos, de los símbolos que nos representan) proyectada sobre una idea general del orden servida en bloque y como al alcance de la mano.

Hoy la nostalgia, escribía hace poco el filósofo británico Julian Baggini en The Guardian, parece haberse convertido en una patología que no afecta a individuos sino a sociedades. Según Baggini, un estudio de la fundación Bertelsmann Stiftung indicaba que dos tercios de europeos creen que el mundo «antes» solía ser un lugar mejor. Esos nostálgicos son generalmente de derechas, críticos con la emigración y el primer objetivo de los neofascismos que intentan alimentar la insatisfacción con el sistema y la desconfianza de las élites políticas.

Pero frente a esa nostalgia que nos invita a recorrer el camino de vuelta a la Arcadia, Madeleine Albright opone una nostalgia realista, abiertamente liberal, como la que defiende en Fascismo. Una nostalgia que no olvida o deforma la historia sino que la admite integral y críticamente para evitar que se repita en sus versiones más espeluznantes y que, con todos sus errores, limitaciones y defectos, se ha demostrado la herramienta más eficaz para hacer política. Es la nostalgia de los principios y de las alianzas entre estados por los que murieron millones de hombres y mujeres, la que está dispuesta a enfrentarse con los hechos desnudos y los problemas complejos, la que no teme a las palabras e intenta impedir que los monstruos filantrópicos se instalen, otra vez, en el jardín de casa.