En plena «Setmana Literària» de Gandia quizás sea el momento de preguntarse si, como han dicho y dicen algunos autores, la literatura se encuentra en peligro. Según Tzvetan Todorov, que escribió hace once años un libro con ese título (La literatura en peligro), la literatura se enseñaba mal en colegios, institutos y universidades, lo que impedía revelar su importancia cultural. En Estados Unidos, Harold Bloom se quejaba de lo mismo a partir de las ridículas modas interpretativas posmodernas, y antes Susan Sontang, anunció un futuro de pantallas e intertextualidad que modificaría esencialmente la idea de lo literario.

Eran opiniones llenas de sentido, más aún en vista de la progresiva devaluación las humanidades, disciplinas que Carlos García Gual reivindicó nostálgica y heroicamente en su libro Luz de los lejanos faros, como después Vargas Llosa en La civilización del espectáculo. Todo esto tiene un interés relativo porque, como proclama el dicharachero espíritu de los tiempos, ¿para qué sirve la literatura?

Sin embargo, el anuncio radiofónico de una librería gandiense recuerda que quien lee puede vivir más de una vida. Que eso es (o era) cierto al menos en lo que concierne a las grandes obras de ficción lo prueba la famosa frase de Oscar Wilde: «la muerte de Lucien Rubempré es la gran tragedia de mi vida». Pero la literatura, como expresión de lo más profundo, conmovedor y comunicable de la experiencia humana, para algunos sería ya solo una opción vital minoritaria en un mundo en el que ha triunfado la cultura de masas, dominado vulgaridad.

¿Qué fue de ese reino del espíritu (el de la cultura, en sentido amplio) en el que la literatura hacía valer sus ilustres credenciales hasta hace bien poco? ¿No ha sido absorbido por el vértigo comunicativo de la sociedad red, aniquilado por la telebasura, la indiferencia general, el fulminante cambio de costumbres y, como decía Umberto Eco, por la rabiosa voluntad de «ser vistos» en cualquier pantalla (por fugazmente que sea) como primer valor social cotizable?

En realidad, la decadencia cultural, y los peligros que acechan a la literatura ya fueron señalados por el poeta Paul Valéry nada menos que en 1939 en términos muy parecidos a los de sus colegas. «Hoy las cosas van muy rápido», decía Valéry, quien también indicaba que la lectura era una «virtud que se ha perdido», o que «estamos en presencia de una gigantesca transformación de valores?». Valores espirituales que «no dejan de cotizar a la baja» una vez desaparecidos «esos entendidos, los inapreciables aficionados, que si bien no creaban obra creaban su verdadero valor».

O sea que el discurso de la decadencia cultural tiene más de 80 años. No obstante, la literatura se las ha arreglado lo bastante bien en ese largo periodo como para producir un número no despreciable de obras maestras mientras que con las no tan maestras mantenía el interés de los lectores.

Por otra parte, la lectura nunca ha contado con tan variados y asombrosos soportes ni ha estado más al alcance de la mano (o de un clic) la literatura universal. Esto no significa que las alarmas sobre los riesgos que corre no estén justificadas. Significa que aunque los peligros y los costes de los cambios culturales que atravesamos son innegables, parece que la literatura aún goza, pese a todo, de una mala salud de hierro. Seguramente a los mejores lectores esa situación de creciente incertidumbre les resulte tan deprimente como a Oscar Wilde la muerte de Rubempré. ¿Quién podría reprochárselo? Pero aún hay motivos para no dejarse llevar demasiado lejos por la melancolía. Después de todo, ¿cuándo han sido buenos los tiempos para la lírica?