se empieza a comprender por qué el abuelo de Manuel Rivas, según contaba hace años el escritor gallego, leía los periódicos de Madrid moviendo recelosamente las hojas con un bastón, a prudente distancia y dispuesto a devolver los golpes. Práctica envidiable en estos tiempos de pantallas ubicuas y noticias alucinantes de las que nunca logramos salir bien parados tras un cuerpo a cuerpo en el que probablemente ya se nos ha contagiado algo. Porque, como sabía el abuelo de Rivas y saben tantos hipocondriacos, una excesiva intimidad o exposición a la prensa acaba pasando factura a la salud.

Cuando José María Aznar, frunciendo el ceño para que se note que está pensando, dice que Vox «tiene un discurso populista sencillo que no rompe el orden constitucional» y al mismo tiempo que «al PSOE de Pedro Sánchez no se le puede calificar de fuerza constitucional», lógicamente el cuerpo humano se resiente ante ese delirio que jalea la prensa de Madrid con entusiasmo.

Es muy probable que en los próximos años aparezcan tesis doctorales tituladas, por ejemplo, «Influencia de los periódicos de la Villa y Corte en la función renal», o «Informaciones políticas mesetarias y asma bronquial», cosas así, de misteriosa transmisión, pero de indudables efectos somáticos y con más peligro que un barbero tuerto con hipo.

No está nada claro que esas nuevas enfermedades derivadas de algunos titulares, editoriales y artículos de fondo puedan ser soportadas por nuestro atribulado Sistema Nacional de Salud. Más aún cuando el riesgo de contraerlas no solo se encuentra en la hojarasca de la prensa patógena, sino en otros focos aún más incontrolados y temibles: programas televisivos con tertulianos por pasteurizar y presentadores por hervir, radios poco ventiladas, que difunden un vaho a pescado crudo, como de habitación de enfermo hepático, libros recidivantes de José María Aznar, etcétera.

Aunque los ardientes defensores de los libros de Aznar sostienen que nunca han supuesto riesgos para la salud porque ni los ha escrito él, ni nadie los ha abierto ni tratan, en fin, de nada interesante, útil o entretenido, también se afirma que un número indefinido de españoles, entre ellos Mariano Rajoy, en cuanto se enteran de que el expresidente ha vuelto a ponerse profundo, corren a las farmacias para reforzar el sistema inmunológico. Cuando Vázquez Montalbán inventó el término «aznaridad» más que una expresión sociopolítica coyuntural estaba anticipando el nombre de un padecimiento crónico, como sabe cualquiera que, sin un bastón a mano, se las haya visto con El futuro es hoy, última sudoración de la aznaridad en la que, con las infalibles referencias a Churchill, a un liberalismo fantasma, al necesario blindaje constitucional contra la fractura territorial y a los refritos habituales salidos de la casa de juegos de la FAES pueden leerse frases como esta: «El año 1957 es posterior a 1949». No se sabe por qué, en estos casos, nadie pide urgentemente la intervención de los facultativos o del Centro Nacional de Inteligencia, o de los bomberos, o de todos a un tiempo.

Ante la bunkerización informativa centralista, la prensa y los medios de comunicación de la periferia cumplen, en general, una función paliativa que rara vez se tiene en cuenta. Pues es en la periferia donde late, con todos sus problemas, contradicciones y errores, el pulso de la España real, muy alejada de lo que proyectan la histeria y el ruido de la política de Madrid, la aznaridad reumatoide de Pablo Casado, la voxitis galopante y el ciudadanismo bipolar.

Todo eso, que es como un milagro al revés y una construcción organizada desde arriba, se contagia mucho. Menos mal que la Corona, en esto como en tantas otras cosas, vela por nosotros y en el discurso del lunes, el Rey pondrá las cosas en su sitio por el bien y la salud de España.