Una de las características más singulares del friki nostálgico es que no se mete en política hasta que se dan las condiciones óptimas. Puede pasarse décadas al margen de lo que pasa en la calle, en su pueblo, o en el país, haciendo chistes ocasionales o mohines de asco ante la tantas veces ramplona dinámica del sistema (¡nido de corrupción de sinvergüenzas de derechas y de izquierdas, todos iguales!), e incluso a veces va a votar solo para comprobar que su frigidez democrática sigue en perfecto estado de revista. El friki nostálgico añora los tiempos en que había orden, claridad, respeto, valores, una escala natural de clases y hombres de una pieza. Aunque se cuida mucho de reivindicar abiertamente el régimen anterior, su interpretación del pasado, muy alejada de intelectualismos dubitativos, está empachada de verdades que empiezan y acaban en Menéndez y Pelayo, y si es partidario de no hacerse notar mucho en cuestiones políticas, a veces el friki nostálgico no puede aguantarse y suelta con vocecilla untuosa que el Caudillo sería lo que sería, pero demostrado está que trajo paz y prosperidad a las familias.

Ahora que empieza a asomar una peligrosa melancolía «por lo auténtico» (desde el belén auténtico a la auténtica idea de España) como si hubiésemos vivido a ciegas o retrocedido en términos políticos hacia callejones sin salida de los que solo un puñado de caspa y ultras vintage pudieran rescatarnos, el friki nostálgico, que parecía condenado a la insignificancia, saca pecho, carraspea, mueve el culo y se siente protagonista de la historia. Ha llegado, por fin, el momento de hablar claro, y, desde luego, después de haber callado tanto, tiene mucho que decir, una vez que las cosas, afortunadamente, parece que empiezan a cambiar en la dirección correcta.

Naturalmente, el friki nostálgico la emprende, en primer lugar, con el «problema catalán». Aunque ya había propinado unos cuantos pellizcos de monja a la Ley de Memoria Histórica o a la de Igualdad de Género, y había gemido lo suyo contra el traslado de los restos de Franco porque, diga lo que diga la ONU, «hay que dejar en paz a los muertos», es el independentismo catalán el que funciona como detonante de su cosmovisión patriótica. Por supuesto, no concibe el «problema catalán» en términos problemáticos o políticos, sino que, simplemente, lo reduce a una cuestión de orden público y de flagrante desgobierno. Porque el friki nostálgico, animal antipolítico por excelencia, es firme partidario de la mano dura. No por sistema, entiéndase, sino cuando las circunstancias lo exijan imperiosamente, que, en España, en los últimos dos siglos, ha resultado ocurrir con inquietante frecuencia. Como recuerda Josep María Colomer en su último libro, «España, historia de una frustración» el intervencionismo castrense en la política española ha sido una constante histórica desde el primer gobierno postabsolutista hasta la muerte de Franco, largo periodo en el que el ejército aparece no «como el brazo armado del Estado sino como la columna vertebral de la patria». Un reflejo de ese viejo intervencionismo todavía se recoge con todas las de la ley en la actual Constitución española, como también señala el investigador catalán (y antiguo profesor de Felipe VI), que incluye a las Fuerzas Armadas «en el Título Preliminar que trata de los elementos fundamentales del Estado y la Nación. Se les asigna, entre otras misiones, la defensa de la integridad territorial. Esto contrasta con la mayoría de las constituciones democráticas, que naturalmente colocan al ejército en un título que se ocupa del gobierno y los elementos de la administración y circunscriben sus tareas a la defensa externa del país». «En total», recuerda Colomer, «desde 1800 hasta 2018, ha habido una democracia mínima en España durante solo un tercio o 33% del tiempo» en contraste con «periodos de democracia mucho más largos en Gran Bretaña (63%), Francia (59%) o Italia (45% desde 1861)». En ese sentido el friki nostálgico reaparece, pues, como un acreditado producto reaccionario que hoy exige la reactivación del artículo 155 de la Constitución porque sabe que, de momento, no puede pedir más. Un déficit de rigor que suple con rechiflas hacia cualquier intento realizado desde la política, y en especial desde el gobierno actual, por ser de izquierdas, de reconducir el conflicto en términos de pactos, lo que para el friki es poco menos que una traición a la patria.

El choque entre los nacionalismos español y catalán ha desatado pulsiones esencialistas, trucos, fantoches y falsedades sin cuento, pero sobre todo empieza a sacar a flote en cantidades sorprendentes algo mucho más grave, un creciente número de frikis nostálgicos que han perdido la vergüenza. Van a vendernos la moto del orden y la España profunda como panaceas, pero han regresado avaladas por las derechas hispánicas para acabar con la política y afianzarnos en el furgón de cola de las democracias. Prietas vuelven a estar las filas.