Antiguamente llamada Vilanova del Trapig por la cantidad de trapiches donde se molturaba la caña de azúcar, en tiempos de la República pasó a llamarse calle de los Trabajadores. Es calle larga y principal, paso obligado de procesiones, desfiles y cabalgatas de todo tipo.

Acabo de cumplir quince años y comienzo a recorrerla desde las Escuelas Pías en dirección al Paseo. Veo la plaza de toros de madera que daba nombre al cine de verano, cuya cabina de proyección estaba sobre el Torreón del Pino. Allí se celebraban también espectáculos de lucha libre donde destacaba Toni Climent, alias «Misteri».

Esquina con la calle del 9 de Octubre, la casa de diseño de Berta Selfa y Vicente Juan. Cerca, una vaquería donde comprabas la leche recién ordeñada. Si querías un panquemado para mojar, al lado estaba el horno de Trenella, que los hacía buenísimos. Por allí vivía el «metge sord», don Juan Martínez, comadrón, que llevaba colgado al cuello un tubo de goma, como los de las antiguas lavativas, con unos embuditos para combatir su sordera. En el piso superior tenía su casa y fábrica de zapatos Cabielo Ramón, padre de mi condiscípulo Julio Ramón Pelayo, que se casó con Mariceci Gurrea, fundadora del pub «El Asombro».

El actual restaurante Visconti fue, en los años 20, la casa del notario Torrent. Su hijo Paco alcanzó fama mundial como cardiólogo por sus trabajos sobre la estructura muscular del corazón. En los años 40 llegaron a aquella casona los corazones de las alumnas del colegio de las Escolapias. Más tarde, fue la clínica de maternidad de don Paco Fuster y don Carmelo París.

En la acera de enfrente, la casa del alcalde Juan Lorente, sobre el que Enrique Colomer escribió un libro titulado «Amanecer en libertad». Su vecino, don Miguel Salort, era representante de la FESA (Frutos Españoles, SA). Pero sin duda, la mejor fruta de aquella casa era su hija Anitín, una perita en dulce, sonriente, rubia y encantadora como un ángel de Botichelli. Los amigos íbamos a verla tocar el piano, mientras su madre nos contemplaba pensando en un futuro marido. Pero al final, el afortunado que se comió la perita en dulce fue Iñaqui Omarra.

Siguiendo la acera, la casa de Alfredo Martínez, con una pequeña tienda de fontanería. Luego un estanco que vendía todo tipo de chucherías para los niños. No puedo olvidar la pequeña tienda de ultramarinos de Rosario, «la Sendra», que a todos atendía sonriente, mientras su marido permanecía serio y distante. Le llamábamos «cagalló plantat».

Enfrente, la casa del Abad don José Solá López, con capilla a la calle, convertida hoy en colegio de las monjas Operarias Catequistas. Y junto a ella la casa de la familia del abogado Gonzalo Castelló, casado en segundas nupcias con la actriz Lola Gaos.

Venía luego el enorme caserón de Acción Católica dirigida entonces por tres hombres buenos, el notario Antonio Pons, Mario Azara y Miguel Zacarés. En una de sus habitaciones se guardaban cientos de cabezas de chinos, negros e indios de pluma y turbante, que se usaban como huchas petitorias el día del Domund.

Había también un destartalado salón de actos donde los domingos proyectaban películas de santos o ponían en escena sainetes de Nelo Bacora, encarnado magistralmente por Paco Tarazona, padrino de mi amigo Ignasi Mora.

En una casa más modesta vivía el doctor Javier Cebrián, médico de Beniopa, gran aficionado a coleccionar antigüedades. Enfrente tenían su casa los Moragues Tarrasó. De abuelos labradores, honrados y trabajadores, salieron hijos inteligentes, amantes del estudio que sobresalieron en todas sus actividades.

¿Y como no recordar la tienda de Dalvi? Paco tenía una gracia especial para encandilar a las mujeres y venderles toda la ropa que tenía en el pozo sin fondo de su tienda. Los Femenía, oriundos de Alcalalí, edificaron una finca en cuya planta baja estaba la Cruz Roja, presidida por Amalieta Sancho. Junto a ella, haciendo esquina con la actual Elionor de Castro, llamada calle de Rusia durante la República, la casa y clínica de mi padre, y en la planta baja el zapatero Jim ponía medias suelas y tacones mientras sus doce canarios flauta interpretaban música de fondo.

En la otra esquina un edificio por el que pasaron varios médicos: Rafael Gómez Lucas, José María Pons, Julián de la Bárcena, Mejías Velasco, apodado «Taqueta», y finalmente la clínica de maternidad del doctor Jornet. Enfrente, las Aguas Potables, de grandes recuerdos con los hermanos Zacarés jugando en el jardín de los Finzi Contini.

Venía luego el nuevo edificio de cinco plantas, en cuyos bajos se instaló el primer ambulatorio de la Seguridad Social. A continuación la casa de don Fortunato Ortí, médico analista, y la del abogado Paco Bañuls, apodado «el Gato», en cuya primera planta estuvo la clínica don Ángel de Diego, un personaje de leyenda.

En la acera de enfrente se levantaba una antigua casa blasonada adquirida por el abogado Bañuls, cuya planta baja ocupaban los guardas rurales y en el primer piso vivía el abogado Julio Ribes, cuyas hijas recuerdo rubias y atractivas. Una noche, «el Felino» arrancó el escudo para evitarse problemas a la hora de demolerla. Venía luego «La Casa del Pintor» del señor Centella y, en la acera de enfrente, las oficinas del ferrocarril de Alcoy-Gandía. La casa blasonada y con jardín de la noble familia Avargues. La fábrica de seda Lombard, dirigida por don Mario Colombo. A continuación el almacén de frutas de Bañuls, donde entraban los carros repletos de frutas y hortalizas de la huerta y salían camiones hacia todos los puntos de España. A su lado Fomento, donde se jugaba a los prohibidos. Y los conserjes, Ángel, Centella y el peluquero Joaquín, luciendo su chapa dorada, simbolizaban la autoridad. Esquina con el Paseo, la casa de los hermanos Durá.

En la acera de enfrente comenzaba la calle con las oficinas del Instituto Nacional de Previsión que dirigía Andrés Fort. La cafetería Tano la ocupaba entonces la tienda de máquinas de escribir Hispano-Olivetti, regentada por el señor Picot. Recuerdo la casa del abogado don Rafael Perelló, hombre pulcro y meticuloso que fumaba con boquilla de ámbar. Y la sastrería del señor Montagud que, en aquellos tiempos de escasez, me arreglaba los trajes de mi padre.

Seguía la Iglesia del Beato y la casona de la familia París, con su fachada de piedrecitas y sus grandes puertas de madera adornadas de hierro forjado. En el segundo piso vivían mis amigos los Mora, Pepe, Chimo, Paco, Gonzalo, Marinita, Alberto, Amparo y Fefa, que hoy se llama María. ¡Ave María Purísima!