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SÁNCHEZ

SÁNCHEZ

En una democracia que ha funcionado durante cuarenta años bajo la ley de hierro del bipartidismo, la figura de Pedro Sánchez es una anomalía. En cualquier otro país más proclive a la ponderación, o simplemente más tolerante, el dirigente socialista habría sido juzgado con criterios muy distintos a ese hispánico desdén que ha tenido que soportar como único dictamen de su trayectoria política, desde los medios de comunicación, la oposición y su propio partido.

Sin embargo, el recorrido político de Sánchez es el de un héroe, el del solitario que destroza las expectativas y obtiene victorias a fuerza de una rara combinación de talento, olfato y astucia: ganó la batalla política en el seno del PSOE después de que le echaran a patadas; ganó el pulso a los poderosos medios de comunicación manejados por la banca que pretendían fulminarle y acabó con el gobierno de Mariano Rajoy mediante una moción de censura relámpago que dejó a todos con la boca abierta.

También su breve gobierno ha durado más de lo que se preveía, tras ilustrar a Pablo Iglesias sobre los límites de la realidad, y todo indica que ha dejado al PSOE en una situación incomparablemente mejor que a la que le llevaron las hiperactivas momias del aparato socialista.

Todo ese inventario de éxitos imprevistos resulta insoportable para las elites españolas (las políticas, las financieras, las mediáticas, tan solapadas) para las que el acceso al poder no admite atajos, fintas sorprendentes o personalidades muy marcadas. Democracia, sí, pero dentro de un orden, señores, o cualquier día acabará saliendo el sol por Antequera.

Así pues, a Sánchez se le ha acusado de ambicioso y miserable, de narcisista y aventurero, de anticonstitucional y de mal español amigo de golpistas aunque, por comparación con sus adversarios y detractores, no haya color, «si es que los hechos todavía significan algo en este país de todos los demonios», como le llamó Jaime Gil de Biedma.

En vista de que, al contrario que sus predecesores, no cuenta con corifeos suficientes, ahora Sánchez ha publicado Manual de resistencia, libro que ha desatado la furia de los espíritus ordenancistas, la de quienes se la tienen jurada dentro de su partido y la que irradia sin descanso, como la lucecita de El Pardo, desde los centros de poder, sin contar con los ímprobos esfuerzos reaccionarios del tripartito patriótico. Sánchez continúa luchando casi en solitario, contra todos, democráticamente, resistiendo contra viento y marea, mientras siguen lloviéndole los denuestos habituales desde la España más que profunda, insondable, pálida de ira ante todo lo que se le escapa de las manos. Cuando va en avión, porque va en avión; cuando se pone unas gafas de sol, porque imita a Obama; cuando pretende acabar con los símbolos del franquismo siguiendo las resoluciones de los relatores (¡palabra tabú!) de la ONU porque es guerracivilista; cuando visita la tumba de Antonio Machado, porque es un oportunista, cuando habla (¡verbo odioso!) con los políticos catalanes, por traidor a España. Qué debería hacer Sánchez para no ser puesto en la picota cada día es un misterio nacional al que no se le ha prestado la atención debida, pues de esa inquina montaraz e irracional está hecha buena parte del paisanaje con derecho a voto, españoles, como decía Luis Cernuda, con su piedra en la mano.

Por lo visto, alcanzar el éxito partiendo de la nada, tan reiteradamente y contra todo pronóstico, solo está bien visto en España en el caso de que uno se haga millonario o alcance estatus deportivos igualmente bien remunerados, pero no en política.

La consigna franquista ampliamente aceptada de que la política es una actividad despreciable (en general, pero en particular si la ejerce la izquierda) sigue estando a la orden del día, y es un triunfo póstumo de la dictadura que hasta ahora ha producido incontables réditos a la caverna.

En los países, como se decía antes, más adelantados y sobre todo en EE UU, la trayectoria política del presidente en funciones habría sido valorada con los habituales criterios utilitaristas, y si Sánchez abandonase mañana la vida pública le esperaría un brillante y lucrativo porvenir como conferenciante ante los más diversos auditorios deseosos de conocer el origen y las incidencias de tan extraordinario caso de emprendimiento político coronado por el éxito. Pero en España, no. España, como ya informó Fraga al mundo, es diferente. Aquí, a la singularidad que representa Sánchez le espera la habitual muchedumbre de inmovilistas sin ideas dispuesta, como decía Machado, a despreciar cuanto ignora.

Por tanto, el más europeo y presentable de los políticos nacionales actuales tendrá que luchar por reivindicarse a sí mismo y a su partido frente a la trinidad iliberal y ante la izquierda mística, empezando, una vez más, de cero. Más allá de las afinidades partidistas, es difícil no empatizar con quien ha asumido una profesión, o vocación, de tan alto riesgo, y si en política existiese algo parecido a la justicia poética, Sánchez sería ya el nuevo presidente in péctore de un país peligrosamente escorado a estribor. Pero en España, en cambio, lo que está de moda es Vox.

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