e l derecho a la libertad religiosa y la aconfesionalidad del Estado deben ser expresados en toda su verdad. La Iglesia no pide otra cosa más que el mismo trato de favor que se tiene con toda religión que guarde relaciones con el Estado. Expresión favorable a ello son la existencia de los mismos acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede y con las iglesias evangélicas, con las comunidades judías, y con la comunidad islámica. Todos en España gozan de los mismos derechos y de ningún privilegio.

Parece estar de moda establecer declaraciones para proteger nuestro patrimonio, tanto en el material como en el inmaterial. Declarar como protegidos o relevantes fiestas, tradiciones, monumentos, bienes muebles, etc, es una oportunidad para poner en valor lo que la comunidad humana ha construido desde hace siglos y forma parte de la evolución histórica de una sociedad o pueblo. Sin embargo, por parte de los juristas de Derecho Eclesiástico estas declaraciones han sido valoradas en infinidad de ocasiones como una intromisión de la cosa pública en la vida privada de distintos colectivos. Así lo ha definido el profesor Castelló en un artículo publicado recientemente en el semanario oficial del Arzobispado de Valencia: «Paradójicamente, por un lado, se pretende una separación total Iglesia-Estado, entendida no como una laicidad positiva, sino como la exclusión incluso de la sana cooperación que debe haber entre Iglesia y Estado en orden al bien común. Y, por otro lado, los poderes públicos están intentando interferir con frecuencia en las expresiones culturales de la Iglesia».

A pesar de ello estas declaraciones que vienen a proteger los bienes culturales, más que una protección, ha supuesto en numerosas ocasiones una intromisión de la cosa pública en la vida de la Iglesia. ¿No tendrá derecho la Iglesia a modificar, mejorar, mantener, cambiar, suprimir? sus propias actividades? ¿No tendrá derecho la Iglesia a poder ser libre en sus celebraciones? La misma historia de la Iglesia no destaca por grandes aportaciones de la cosa pública en su vida, sino al revés. La historia de la Iglesia destaca por su aportación a la sociedad en el enorme número de santos que han humanizado las sociedades (han hecho vida el Evangelio), la contribución de la Iglesia a las artes, al patrimonio, a la difusión de la cultura? Así mismo la misma Iglesia no ha dudado en adaptar sus celebraciones a los signos de los tiempos, expresión de ello es el enorme cambio en el arte, así como la evolución de la celebración litúrgica.

Ciertamente a la Iglesia no se le va a ocurrir deshacerse de todo su patrimonio, pues este no es ni de los pastores, ni de una parte local del Pueblo de Dios, sino de la Iglesia Universal. Por esta razón la protectora de los bienes materiales o inmateriales de la tradición cristiana no es la cosa pública, sino la misma Iglesia. Y será la cosa pública la que si quiere podrá o no colaborar con la Iglesia, sin entrometerse en su propia vida y actividad.

Quizá en el fondo de los promotores esté el poder acceder a las subvenciones y ayudas de la Administración y a las exenciones y beneficios fiscales. Noble y virtuosa intención pero ese puede no ser el camino. No sea que ocurra como en la fábula: «A un panal de rica miel/ cien mil moscas acudieron / que por golosas murieron / presas de patas en él».

Ha de reivindicarse con toda valentía que el fin religioso es un fin de interés general, ha de exigirse un tratamiento igual respecto al resto de entidades de interés general en las subvenciones y ayudas de la Administración estatal, autonómica y local, y finalmente ha de recordarse la existencia y la necesaria aplicación del Acuerdo Iglesia-Estado sobre Asuntos Económicos por la que se aprueba el reglamento para la aplicación del régimen fiscal de las entidades sin fines lucrativos y de los incentivos fiscales al mecenazgo.