En cierta ocasión, la pintora surrealista Leonora Carrington aconsejó a su sobrina que no fuese demasiado racional o no entendería gran cosa de la vida. Sugerencia especialmente útil para enfrentarse a la locura ordinaria de la política española. Algunos políticos, y últimamente una parte importante del electorado, quieren vivir pasiones (la pasión patriótica, por ejemplo, está a la orden del día), muestran intereses inexplicables y con frecuencia sostienen puntos de vista absurdos. Esto se ve claramente a escala local en relación con ciertos candidatos. En la derecha, quienes arruinan ayuntamientos intentan convencernos de que si les votamos lloraremos de felicidad. Otros, recién llegados, pero ya imbuidos de ciencia porque a hacer política se aprende en una tarde, combinan las exigencias de sentido común con promesas de reconstrucción de castillos de los que solo queda el solar. En la orilla opuesta, alumbrados hay que aseguran que el destino ayer ingrato se ha puesto ya definitivamente de su lado, porque sí, se puede, y les dispensará la ansiada acta de concejal, aunque no les conozca ni el Tato. Y hay quienes, reducidos durante años a la insignificancia por falta de votos, esperan no solo el socorro del destino y el acta de concejal, que también dan por seguros, sino la hora del desquite. En otra categoría aún más alarmante se encuentran quienes pretenden retrasar el reloj de la historia y ponernos a todos firmes.

En esa feria de efusiones extremas los partidos más sensatos se abren paso con dificultad. Sin embargo, quienes no hipertrofian la política son la única garantía de que no acabaremos rascándonos el bolsillo o pasándolo peor, y de que las instituciones no caerán en manos de reincidentes, aficionados o chiflados con ideas propias.

Pero no hay que engañarse: como señala Javier Sampedro, los discursos racionales están en franca decadencia. Expertos de las universidades de Austin-Texas y Princeton han estudiado una cantidad inmensa de discursos presidenciales y otros textos políticos producidos desde hace un siglo y han concluido que el pensamiento analítico decae inexorablemente. Si hoy abundan las propuestas fake o brutalmente demagógicas es porque consiguen respuestas cívicas sorprendentes.

Una secuela de esa tendencia es que el mérito, la inteligencia, la honestidad, la pedagogía política y la importancia de las instituciones públicas ya no parecen ser valores prioritarios para buena parte del electorado ni funcionan siempre como barreras seguras ante el empuje de la irracionalidad más descarada.

Dentro nueve días veremos de qué lado cae mayoritariamente la ciudad, aunque la incertidumbre de los resultados habría espantado incluso a Leonora Carrington.