e l pasado sábado, día 8, publicaba Vicent Pellicer en este mismo medio un artículo titulado Les dones Borja. Història d'una monja, en el que lo único verosímil resultan ser las cuatro líneas en las que recrea a base de tópicos un comedor conventual.

Para quienes no tuvieron la paciencia o la oportunidad de leer el sensacionalista texto, la «història d'una monja» que nos quiere hacer creer Pellicer es la siguiente: en febrero de 1594 Catalina de Borja y Fernández de Velasco, hija del VI duque de Gandia, fue a Valencia para asistir a la boda de su hermana Margarita y de allí volvió embarazada por un señor casado, primo del arzobispo Juan de Ribera. Para tapar el desliz, Catalina fue ingresada en el convento de Santa Clara de Gandia, donde dio a luz un niño ( Mateo) que inmediatamente le fue arrebatado y no lo volvió a ver más.

El autor no aporta una sola referencia documental de esta supuesta historia, como él la llama y yo creo que se inventa de cabo a rabo, pues los hechos resultan inverosímiles y las fechas que maneja no concuerdan. A costa de abusar de la paciencia del lector y de la generosidad del editor, intentaré desmontar esta patraña con argumentos.

Ya, de entrada, mucho me temo que la boda de Margarita de Borja no tuvo lugar en Valencia sino en Milán. Eso es, al menos, lo que declararon Juan Salelles y Pedro Pascual (ambos vecinos de Oliva) el 23 de noviembre de 1594 en el proceso de concesión del hábito de Santiago a Iñigo de Borja (hermano de Margarita y de Catalina); los dos testigos sabían bien de qué hablaban pues formaron parte del séquito de la novia que ese mismo año embarcó en el puerto de Gandia rumbo a Italia.

Pero vamos a suponer que no; que la boda se celebró en Valencia, como quiere el Sr. Pellicer, digan lo que digan quienes lo vivieron. En este caso los datos tampoco encajan y, además, hay que retorcer mucho la lógica y el sentido común para admitir que una niña tuviera tiempo, ocasión, desparpajo, iniciativa y qué sé yo qué más? como para llegar a la capital del reino por unos días, para asistir a un evento familiar, y liarse con el primer señor casado que conoció. No parece muy coherente. Pero no terminan ahí las incoherencias porque lo que sugieren los datos cronológicos es que, según Pellicer, la protagonista de esta «historia» inverosímil tenía 12 años a la sazón. Lo que yo creo, sin embargo, es que en febrero de 1594 (cuando se supone que ocurrieron esos desagradables sucesos) Catalina de Borja y F. de Velasco tendría, como mucho, ¡10 años recién cumplidos! pues debió nacer en 1584 (como decía el P. León Amorós) y no en 1584, como supone nuestro imaginativo interlocutor.

En este punto me baso en la cronología que proporciona el P. Sebastián Carrió en su minuciosa crónica sobre las monjas de Santa Clara. Según este franciscano, que fue confesor del cenobio gandiense, Catalina de Borja ingresó en el convento en 1595 (pero no en febrero, como dice Pellicer, sino exactamente el 11 de octubre) y profesó un 21 de septiembre (festividad de San Mateo), sí, pero no del año 1597, como quiere Pellicer, sino de 1599, como escribe con más fundamento el P. Carrió, precisamente porque en 1597 sor Cecilia del Espíritu Santo (nombre religioso de la novicia) no contaba aún los 15 años preceptivos para la profesión, pues no nació en 1582, como pretende Pellicer, sino en 1584, como asegura con más fundamento el P. Amorós.

Hay más errores; muchos más, en este artículo sensacionalista, huérfano de rigor científico y preñado de inexactitudes. Por ejemplo: en mayo de 1612 el cardenal Gaspar de Borja (si es que andaba por aquí en esa fecha, cosa que dudo) no pudo saludar primero a la abadesa de Santa Clara y luego a sor Catalina del Espíritu Santo, como supone Pellicer, sencillamente porque la abadesa era ella misma, sor Catalina. Pero esto ya resultan pequeños detalles (hay más) al lado de tantas y tan grandes barbaridades.

Sor Catalina del Espíritu Santo fue una combativa abadesa de Santa Clara de Gandia, que llegó a denunciar a su propia familia para defender la subsistencia de «sus» monjas. Y me parece hasta injusto que se pretenda emborronar su memoria con historias inventadas no sé bien con qué fin (y prefiero no averiguarlo).