Quizás debido a la sequía informativa, algún medio de comunicación local ha rescatado una pregunta siempre a mano: ¿cobran demasiado los políticos? Pero ni siquiera quienes vuelven a poner sobre el tapete esa cuestión (siempre animada, más que por los datos, la experiencia o el interés de la ciudadanía, por una especie de tópico intemporal), esperan que se resuelva de manera definitiva o se arroje más luz sobre ella.

En general, nos gusta creer que los políticos son seres privilegiados que deben permanecer bajo sospecha. Pero esa impresión a veces muy fundada, no está relacionada con sus sueldos, que se encuentran por debajo de lo que cobra la clase política europea, sino con el mal uso del poder, que en distintas épocas ha llevado a los partidos a financiarse irregularmente y a caer en el lodazal de la corrupción o administrar pésimamente el dinero público.

La conocida frase de Lord Acton («el poder corrompe, el poder total corrompe totalmente») no se refiere desde luego a las nóminas de los políticos o al número y coste de cargos de confianza. Si la corrupción y la falta de transparencia son una amenaza siempre latente, difícilmente podremos combatirla con políticos mal pagados y restándole dignidad o recursos a la política.

Cuando el PP de Gandia dejó bajo mínimos a la oposición ese expolio antipolítico (aunque no ilegal) fue un ejercicio de irresponsabilidad que en nada benefició al funcionamiento del sistema. No hace falta recordar cuál fue el resultado.

Es necesario acabar con algunos mitos, como el de que los políticos están extraordinariamente bien pagados. En Gandia el sueldo neto de los concejales con dedicación exclusiva es de unos 2.500 euros, retribución parecida a la de los cargos de confianza, conocidos coloquialmente como «enchufados». Sobre el número, funciones y méritos de estos últimos toda pedagogía y claridad institucional será poca, pero no debemos olvidar, más allá de nuestras opiniones particulares sobre determinadas personas, que su elección es una prerrogativa democrática de los partidos, a los que podemos dejar de votar cuando, en ese sentido, cometan graves errores o les regalen una nómina a incompetentes de manual o a individuos negados para el cargo.

La idea del político como pícaro, que frecuentemente gana más de lo que merece o trabaja, fue popularizada por los dirigentes y la militancia de Podemos, que entendían que a menos sueldo, más ejemplaridad y virtud adquirían los representantes públicos, aunque las retribuciones de los diputados del Congreso (empezando por las de los presidentes de gobierno) se encuentren por debajo, como ya hemos dicho, de las de otros países. Era una postura demagógica, que nacía de una idea irreal de la labor parlamentaria envuelta en grandes dosis de oportunismo, aunque eran ciertas (y siguen siéndolo) las denuncias sobre la existencia de «puertas giratorias», como son innegables, porque son inevitables, las relaciones creadas desde el ejercicio de la política con centros de poder o de influencia, que deben controlarse mediante políticas de transparencia y dotando de medios a la oposición para agilizar su papel fiscalizador. Que los políticos puedan controlarse entre sí siempre nos saldrá más barato que dejar las manos libres a gestores desastrosos. Esta es una lección que, en Gandia, hemos aprendido a un precio demasiado alto como para seguir preguntándonos por el sueldo de los políticos.