Un poeta bastante bueno, Leopoldo Alas, sobrino-bisnieto de Clarín, (alias literario aún peor que el de Azorín) escribió un poema sobre el «lujo de vivir en los hoteles», entendiendo por «hoteles», se supone, los de muchas estrellas. Por falta de liquidez pocos acceden a esa condición ideal de perpetuos residentes de hotel, aunque algunos lo lograron. Uno de ellos fue Julio Camba, periodista y humorista (especie, como la cabra pirenaica, hoy desaparecida) muy admirado nada menos que por Ortega y Gasset, que veía en el articulista el logos en estado puro, que ya es decir. Juan March le debía a Camba algunos favores y saldó su deuda procurándole una habitación en el Palace madrileño, que el humorista ocupó hasta su muerte. Como entre los multimillonarios no escasean los rácanos, la de Camba resultó ser una habitación modesta, casi un cuarto de servicio comparada con el resto de las dependencias del Palace (sobre todo comparada con la espectacular suite donde residió mucho después Duran i Lleida), pero suficiente para las aspiraciones del periodista, que pasó en ella catorce años.

Pero, además de lugares ideales para temperamentos más o menos artísticos, los hoteles son, sobre todo, un filón inagotable de anécdotas. Algunas de esas historias hoteleras las ha contado Ricardo Martínez en un libro autobiográfico, Botones Gran Hotel, recuerdo de sus juveniles tiempos laborales en el Bayrén de la playa Gandia. Ese hotel se ha reformado con un buen gusto que no siempre muestran las empresas del sector, y todavía desprende un aire de distinción retrospectiva, un elegante equilibrio entre su radiante transformación y su pasado.

No hay muchos hoteles que, como el Bayrén, puedan alardear de haber alojado a clientes capaces de calentar la Guerra Fría, como Christine Keeler, jovencísima actriz que, tras seducir al ministro de Guerra británico, John Profumo (o quizás fuera al revés, quién sabe) le sonsacaba secretos de estado que luego pasaba a los rusos. La caída de Profumo acabó provocando la de Harold MacMillan, y un año después la derrota electoral del partido conservador ante los laboristas. El «caso Profumo» (1963) se convirtió en una referencia cultural, y durante décadas fue objeto de canciones, películas, series de televisión y obras de teatro, y en 2006 aún daba para montar un musical en Londres. En el país de Kim Philby incluso los espías a sueldo del enemigo acaban convertidos en instituciones y formando parte de la tradición.

El paso de Christine Keeler por el Bayrén lo narró muy bien Ricardo Martínez en Botones Gran Hotel con una precisión solo alcance de un testigo presencial que sabe pillar al vuelo los detalles importantes.

La tercera anécdota sobre grandes hoteles tiene como protagonistas a Marcello Mastroiani y al director de cine Nikita Mijalkov, y la contó hace veinte años el escritor argentino Osvaldo Soriano en un libro que, como después se entenderá, no se distribuyó en España.

Durante el rodaje de Ojos Negros Mastroiani y Mijalkov se alojaban en un hotel de Moscú en el que cada noche una misteriosa mujer cenaba sola. Ambos quedaron hechizados por esa puntual presencia diaria que parecía (como la película de Mijalkov) salida de un cuento de Chejov. La mujer había rechazado las aproximaciones galantes de Mastroiani, quien advirtió a Mijalkov de la dificultad de la empresa. Pero Mijalkov no se dio por vencido y con perseverancia estajanovista arrancó a la mujer la promesa de una cita íntima. Pocas horas después, el ruso llamaba suavemente a la puerta de su habitación, pero no hubo respuesta. Mijalkov golpeó más fuerte, en vano. Acabó aporreando la puerta hasta que por fin vio cómo se abría y al otro lado asomaba no la mujer misteriosa sino el Rey de España, Juan Carlos I, en calzoncillos. Mastroiani y Mijalkov pillaron una cogorza espectacular para olvidar sus trabajos de amor perdidos. Por supuesto, no lo consiguieron y por eso Mastroiani, años después, le contó el caso a Osvaldo Soriano.

Estas anécdotas sobre hoteles sirven, al menos, para recordar que son el territorio natural de lo inesperado, de puertas que se abren y se cierran como en las películas de Lubitsch, de historias que perdurarán mientras perduren la capacidad de asombro y el sentido del humor. A lo mejor, si las negociaciones entre Pedro Picapiedra y Pablo Mármol se hubiesen mantenido en un hotel, se habría abierto para la izquierda española una puerta imprevista con vistas al horizonte. Pero no vivimos precisamente tiempos imaginativos en este extraño verano, que ni en anécdota quedará en unas semanas, cuando casi todo vuelva a parecer, como quien dice, fuera de temporada.