Entre las varias reencarnaciones que he vivido, la mejor, sin duda, me sucedió el año 1350. En aquel tiempo, por especial benevolencia del señor Lancelot de Lac y la reina doña Ginebra, ejercía yo la noble profesión de buhonero en el país de Gales. Vendía anteojos, esferómetros, bolas de alcanfor y sextantes, además de sayas, corpiños con artificio para realzar el busto y bragas de algodón egipcio, modelo Nefertiti, para las damas propensas al enfriamiento vaginal.

Un buen día, el noble señor Lancelot tomó espada, rodela y armadura y, montado en su elefante, partió para la Guerra de los Cien Años. Doña Ginebra, que no soportaba la ausencia del marido, sabedora de mis naturales encantos, tuvo a bien nombrarme gentilhombre de cámara. Fueron los años más felices de mi vida, de los cuales dejé memoria en una famosa novela titulada A los pies de Venus. Mi felicidad terminó cuando el señor Lancelot volvió de la guerra y, oliéndose la tostada, me expulsó de su reino.

Decidí volver a Londres y ocupar mi puesto en el departamento de Historia Apócrifa de la Universidad de Oxford. Existía entonces una gran controversia sobre un personaje llamado Don Alfonso el Viejo, Conde de Denia, Conde de Ribagorza, Marqués de Villena, Duque de Gandia y primer Condestable de Castilla. Para conocer la verdad sobre él, dado mi acreditado don de lenguas, fui comisionado para viajar al Reino de Valencia poblado por judíos, moros y cristianos.

En cuanto entré en Gandia por la Puerta del Ángel comprobé que era una ciudad espléndida donde ataban los perros con longanizas y la convivencia entre las tres culturas, pese a las guerras de la Reconquista, era perfecta.

Confieso que me sorprendió la belleza del Palacio Ducal, obra de los arquitectos italianos Ferdinando de Mutis y Adalberto de la Peña. Era un espléndido edificio de mármol travertino con cuatro enormes torres donde ondeaban los pendones morados con el escudo del Duque Real proclamando la nobleza de su sangre. En la más alta de las torres se ubicaba el observatorio astronómico dotado de un telescopio de Galileo y un astrolabio con los que don Alfonso observaba la posición de las estrellas, los planetas y constelaciones para conocer su horóscopo y tomar las decisiones acertadas.

La segunda torre guardaba la gran biblioteca ducal bajo la supervisión del licenciado Ordiñana. Allí se guardaban tabletas de barro con escritura cuneiforme, papiros, pergaminos e incunables. En aquel amplio y silencioso recinto tenían su propio scriptorium Roís de Corella, Ignasi Mora, Joanot Martorell, Àngels Moreno y las célebres poetisas, Teresa Pascual y Adriana Serlik.

En la tercera torre, poblada de matraces, redomas, retortas y alambiques, estaba el laboratorio de Alquimia, de la que el Marqués de Villena era consumado maestro, tanto en la obtención de la piedra filosofal como del opus nigrum, la transmutación de metales y el bálsamo de Fierabrás, citado por Cervantes en el Quijote. Este milagroso ungüento ayudaba a mantener erguido el miembro de don Alfonso el Viejo. También se destilaba allí el famoso Licor del Paraíso, tan beneficioso para la salud que el mismo Duque en persona repartía a los ciudadanos de Gandia todos los primeros viernes de mes en la puerta de Palacio.

La cuarta torre de aquel extraordinario edificio era el oratorio ducal. Una preciosa capilla con las paredes recubiertas de imágenes de vírgenes, santos y beatos, obra del escultor Maese Héctor Peiró. Siguiendo los consejos de su director espiritual, Monseñor José Luis Ferrer, don Alfonso se entregaba a la oración mientras una judía y una mora le disciplinaban con un látigo de siete colas para obtener el perdón de sus pecados.

En la primera planta del prodigioso Palacio se ubicaba el gran hospital de peregrinos donde también se atendía a los vecinos de la ciudad. El Duque Real había obviado el requisito de conocer el valenciano y pudo así elegir un magnífico plantel de médicos, entre los que conocí a los doctores Amer, Bellver, Caldentey, Cortell, Deusa, Devesa, Díaz Calleja, García, Melis, Molina, Moratal, Moreno, Oltra, Paricio, Peñín...

Tras la visita a todas las dependencias de Palacio acompañado por el maestresala Micer Iván Justin, me recibió don Alfonso. El Duque Real era un hombre apuesto, alto, de facciones nobles y cabellos rojos como el fuego que parecía arder en su privilegiada cabeza llena de sabiduría. Hablaba árabe, hebreo, castellano, valenciano e inglés. Le acompañaba su bella esposa Doña Rebeca, una noble burgalesa que ponía el toque femenino en aquella corte de los prodigios. Tras hablar largo y tendido con la ducal pareja, don Alfonso me confesó que una de sus grandes aficiones era el arte culinario que aprendió en un recetario de cocina árabe y en el libro Ars culinaria angelicorum, escrito por el obispo de Valencia Alfonso de Borja. Luego me presentó al master chef de la cocina de Palacio, Maese José María Rodríguez Sanblas, cuya exquisita tarta dorada se serviría aquella noche en el banquete oficial, que había organizado el Duque en mi honor, con asistencia de todos sus colaboradores, novelistas, poetas, médicos, arquitectos?

A mi regreso a Londres, con los datos que me proporcionó el profesor La Parra y todo lo que había visto y oído en mi fructífera visita, informé a la Universidad de Oxford de los prodigios y maravillas que envolvían la ínclita figura del Duque Real don Alfonso el Viejo.

En la actualidad, un grupo de preclaros ciudadanos, amantes de la cultura en valenciano, conservan su memoria en el CEIC Alfons el Vell. A todos ellos les deseo ¡Salutem plurimam!