Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Toda una vida en Escolapias

Lolita Martín repasa en un libro sus 40 años vinculada al colegio de Gandia, primero entre las religiosas y luego como conserje. «Fui muy feliz con los niños», remarca.

Lolita el viernes pasado en la puerta principal del colegio Escolapias, en Gandia. XIMO FERRI

Iba para monja pero a los pocos meses de tomar el hábito como postulante tuvo que dejarlo para cuidar a su madre, que quedó convaleciente tras una caída. El destino, con todo, le mantuvo ligada de otra manera a su congregación predilecta, la de las Escolapias, que en 1847 había fundado Santa Paula Montal para la educación integral de las niñas. La gandiense Lolita Martín (89 años), dedicó 40 años de su vida al colegio religioso que la orden tiene en Gandia, primero como portera para labores de intendencia y luego como conserje.

Sus vivencias las repasa ahora en el libro «Mi vida en Escolapias», un relato que ella misma, en el acto de homenaje que le dedicaron en el colegio cuando se jubiló, en 1995, prometió publicar algún día.

Esa vocación religiosa la llevó a entablar amistad en su juventud con las monjas escolapias de Gandia. Corría el año 1955 y por aquél entonces las religiosas estaban enfrascadas en el traslado del colegio, que se había abierto en octubre de 1942 en el número 32 de la calle Sant Francesc de Borja.

La «Casa-Colegio» se había quedado pequeña y en 1955 se inauguró el actual edificio, en la calle Sant Rafael.

Lolita vivía con su madre en el humilde barrio de Nazaret y trabajaba como niñera para una familia de Gandia que, por negocios, se marchó a vivir a València. En la capital siguió en contacto con las escolapias, ya que la familia a la que servía residía cerca de la Gran Vía Fernando el Católico, donde la congregación tiene otro colegio. Así que tras meditarlo comunicó a todos que quería ser monja. A principios de 1958 entró en el noviciado del Masnou, en Barcelona, y el 8 de septiembre tomó el hábito de postulante, en un acto donde no faltaron su madre y su único hermano, Lucio.

Con su madre enferma la orden accedió a que Lolita trabajara en el colegio de Gandia. Convivió casi como una monja más, incluso hacía ejercicios espirituales con ellas. «Pero me di cuenta de que yo no era ni monja ni seglar, y por la situación de mi madre tampoco podría volver a la congregación, así que un domingo muy temprano me marché a Barcelona y le expuse el caso a la madre provincial, Loreto Turull», recuerda.

Finalmente, acordaron que Lolita se quedara ayudando en labores de limpieza y portería. Fue la primera portera seglar del colegio de Gandia. Al principio no cobraba pero en 1961 le asignaron un sueldo mensual de 300 pesetas y en 1985 le ascendieron a la categoría de conserje, para que pudiera tener una pensión digna. Durante una época Lolita también vendía en el colegio, en una caseta, chucherías y bocadillos, cuyos beneficios el centro destinaba a las misiones.

Diez años antes de jubilarse estuvo vigilando el comedor, una función que, asegura, también le llenó de satisfacciones. De forma paralela, el colegio se iba adaptando al nuevo contexto, con la educación mixta y la llegada de profesores seglares.

La historia de Lolita no se entiende sin su amor infinito a los niños. Por el colegio han pasado miles de alumnos, entre los 3 y los 14 años, que hoy ya son adultos, de ahí que sea una mujer muy conocida y querida en Gandia y en la Safor.

En el libro narra decenas de anécdotas con los niños. Algunos le cuentan en qué trabajan ahora, como aquél policía local al que no reconoció y le dio el alto para saludarla mientras ella conducía. «Era uno de mis niños y le contesté; ven que te dé un batecul, ¡el susto que me has dado!», bromea. «Lo mejor que dejamos a los niños es el cariño compartido y el tiempo dedicado a ellos. Te dicen lo que sienten con naturalidad y si los escuchas, puedes ayudarles y aprender mucho de ellos», concluye.

Compartir el artículo

stats