l a película Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar, ha puesto de moda a Miguel de Unamuno. Pero la cinta no añade nada que no supieran los historiadores, o los especialistas en el escritor y pensador vasco, salvo algunas sorprendentes licencias de guión. El excelente ensayo (En el torbellino) de los profesores Jean Claude y Colette Rabaté se centra en el mismo periodo que narra la película y muestra a un Unamuno que, a pesar de su prestigio intelectual y de su pasado de ciudadano comprometido, es incapaz de advertir lo que está ocurriendo realmente en España y los peligros que entraña su posición a favor del golpe de Estado, incluso para sí mismo y, en primer lugar, para la «verdad» que decía perseguir a cualquier precio. El oscuro episodio con Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, no habría sido más que la consecuencia de su formidable ceguera inicial.

Sobre el pacifista y el socialista, sobre el republicano y el liberal (como, a pesar de todo, lo reivindicaba Juan Marichal) se habría impuesto el contradictorio perpetuo, el finalmente ingenuo pensador que creía que los militares rebeldes defendían la República y que el alzamiento sería breve, incruento y un factor de estabilidad nacional. Pero el levantamiento desató una guerra civil que, como ha quedado ampliamente demostrado, los golpistas habían planeado iniciar bajo el signo del terror.

Una parte de la crítica ha señalado que Amenábar se muestra excesivamente «equidistante» en Mientras dure la guerra y reparte la responsabilidad entre los dos bandos del conflicto civil. En cualquier caso, esa fue la mirada de Unamuno. Como señalan los autores de En el torbellino, a medida que pasan los días desde el levantamiento militar, la «tentativa de poner a igual distancia las violencias cometidas por los dos bandos desemboca en la conclusión de una culpabilidad colectiva». Según los Rabaté, el intelectual vasco «se va hundiendo en un ensimismamiento reforzado por la obsesión del pasado que le impide tener una visión lúcida del golpe militar». Esa presunta responsabilidad colectiva ha sido totalmente desmontada por los historiadores pues, salvo un puñado de tesis tan delirantes como carpetovetónicas, de la difícil situación de orden público que vivía España en 1936 no puede (ni podía entonces) inferirse que existiera una guerra civil de hecho a la que los golpistas se sumaron para aplacarla y devolver la paz social al país. En su libro Causas de la guerra, Azaña, cuya relación con Unamuno era tormentosa, se muestra, naturalmente, mucho más informado y lúcido sin dejar de ser crítico y registrar descarnadamente los errores de la República. Comparada con el realismo de Azaña, la visión de Unamuno de los hechos queda, simplemente, en una anécdota que marca la diferencia entre un hombre de Estado y un literato polemista que entendía su papel de intelectual como una especie de sacerdocio público del que la patria no podía prescindir. «Quiéralo o no, hemos de salvar a España», escribía ya a principios de siglo Unamuno a un amigo.

La atribución de la guerra a partes iguales a «los hunos y los hotros» mantenida por Unamuno carece de rigor histórico, y ni siquiera él mismo pudo sostenerla a medida que los hechos le desengañaron. Si la figura de Azaña resulta ejemplar desde un punto de vista cívico y no ha perdido actualidad, Unamuno solo encarna un anacronismo trágico cuyo rescate por un famoso director de cine no acaba de entenderse.

Si algo admite claramente la película de Amenábar es una lectura «periférica». Joan Fuster, sin ir más lejos, veía en Unamuno (como en toda la generación del 98) «un fenómeno ideológico preindustrial que los sociólogos de la literatura castellana tendrían que explicar». Bajo ese prisma fusteriano aún con más desapego puede apreciarse Mientras dure la guerra desde la «periferia» española: las torturas íntimas de Unamuno conmueven muy poco si se piensa en su oposición frontal a los gobiernos autonómicos, al uso de las lenguas españolas distintas a la castellana o a las reformas adoptadas por la República que intentaban europeizar España. O si se recuerda su adhesión personal a Franco hasta el final, dato que, por cierto, la película escamotea compasivamente.

Sea cual sea la intención de Amenábar, se nos escapa, pero es difícil admitir algún tipo de paralelismo entre Mientras dure la guerra y la situación española actual, como pretende el director madrileño. Quizás debido a la abrumadora falta de sustancia que recorre la película se ha insistido en el excelente trabajo de los actores, en los logros en el apartado de maquillaje y caracterización y en su impecable factura técnica. Todo eso es cierto, y nadie puede negar el talento, o el oficio, de Amenábar. Pero no hay otra cosa de interés en ese producto ni más ni menos pertinente que las series sobre isabeles católicas que cada cierto tiempo resurgen como enfoques canónicos de la historia de España y que tan bien se dejan ver y tanto instruyen. Lo que hace de Mientras dure la guerra otro capricho español que bien podría calificarse por su exquisita compostura de cine para toda la familia.