e n el artículo del pasado 10 de octubre hablaba sobre el asunto de la reencarnación, o las diferentes vidas que algunos hemos vivido. Aunque, como es natural, hubo diferentes opiniones de los lectores sobre tan delicado tema, he decidido seguir contándoles otras de mis reencarnaciones.

Esta vez fue en el cuerpo de una niña llamada Domitila, hija de Ruth Polonés y del célebre banquero judío-valenciano Luis de Santángel, personaje muy influyente en la corte porque ayudó con su dinero al primer viaje de Cristóbal Colón.

Apenas con ocho años, al mirarme al espejo acompañada de mi hermano, ya observé la curiosa diferencia que, un palmo abajo del ombligo, había entre hombres y mujeres. A medida que fui haciéndome mayor las diferencias se acentuaron también a un palmo arriba del ombligo. Además observé que, aparte de las diferencias anatómicas externas, también el cerebro debía de ser diferente. No acertaba a comprender por qué extraña circunstancia los caballeros perseguían a las damas, no sólo con los ojos, sino también con las manos, que eran atraídas por la carne femenina como el imán atrae al hierro. Este fenómeno ocasionaba en los hombres celos y pasiones incontroladas. Entonces deduje que las mujeres éramos más equilibradas que los hombres; e incluso superiores, porque nuestro cerebro, como decía Platón, estaba mejor estructurado para racionalizar y organizar todas las cuestiones de la vida.

Tuve la suerte de recibir una educación muy liberal por parte de mis padres. Me permitieron el acceso a todo tipo de lecturas, desde los filósofos griegos a los libros del judaísmo, el cristianismo e incluso de los musulmanes. De entre todos ellos, saqué mis propias ideas sobre la libertad, la igualdad y la convivencia.

A los 22 años entré en el círculo de las amigas de la Reina María, que ocupaba el trono del reino de Valencia por la ausencia de su marido, Alfonso el Magnánimo, que luchaba en la conquista de Córcega, Nápoles y Cerdeña. La Reina deseaba que cristianos, moros y judíos convivieran en una perfecta trinidad. Pero su idea principal era subvertir el orden establecido desde el principio de los tiempos, en el que la primacía del poder estaba en manos del hombre, del macho de la tribu que dictaba las leyes e imponía su voluntad sobre la mujer.

Sor Isabel de Villena, célebre escritora y abadesa del Convento de la Trinidad de Valencia, decía que la violencia que los hombres ejercen sobre las mujeres era para demostrar su poder, lo cual les llevaba a la locura de sentirse dueños y señores de ellas. Comentando las diferencias entre los dos sexos, decía la Reina que la falta de conversación de los hombres era una de las principales causas de los problemas conyugales.

Aquella mañana estábamos solas en las termas de Palacio, la Reina, Salomé, la prometida del poeta Ausiàs March, y yo. Saboreábamos un delicioso Fondillón elaborado con pasas de Denia que sor Isabel de Villena había bautizado con el nombre de Lacrima Christi, y preguntó la Reina:

-¿Creéis que las lágrimas de Cristo sabrían así?

-Eso se le ocurrió a sor Isabel en un arrebato místico de amor, contestó Salomé.

-¿Y lo tuyo con Ausiàs, también es místico?

-Para él, el amor se ha convertido en una enfermedad de conciencia.

-No creía que los hombres tuvieran tantos problemas, comenté yo.

-Sí, no lo sabes bien, aclaró Salomé, pero lo tienen en su miembro, donde radican la mayoría de sus preocupaciones.

- Yo les llamaría fracasos, puntualizó doña María.

-¿Fracasos?

-Sí, fracasos por no alcanzar el orgasmo, mientras nosotras podemos arreglarnos con cualquier cosa. Un simple pepino puede hacer maravillas.

A los 25 años me casé muy enamorada con un apuesto caballero, que presidía el Tribunal de las Aguas. Un mes después de la boda me dio la primera bofetada. En aquel momento no supe cómo reaccionar, pero a la hora de la cena puse en su vaso de vino unas gotas de extracto de adormidera y belladona. Tres horas más tarde, mi marido dormía profundamente. Entonces tomé unas pequeñas tijeras, le abrí la vejiga, saqué sus cojoncillos, los sustituí por dos canicas de cristal y volví a coser la vejiga.

Al día siguiente a mediodía, troceé las gónadas de mi esposo y preparé un guisado con patatas y cebolla.

-Está exquisito, dijo mientras se comía sus propios cojones, parece que la bofetada te ha sentado bien.

Yo no contesté. Me metí en la cama sin cenar y cuando se acercó a mí, dispuesto a hacer el amor, al desnudarse? ¡Se quedó perplejo! Su miembro apenas alcanzaba el tamaño de un gusano de seda.