en tiempos de la caza de brujas norteamericana encabezada por el senador McCarthy, Cecil B. de Mille convocó en Hollywood a la Liga de Directores de Cine para que se adhiriesen formalmente al macartismo. A Joseph Mankiewicz, el presidente de la Liga, se le había colocado la etiqueta de «rojillo» a pesar de ser republicano, y del resultado de la asamblea dependía su futuro, no como presidente de la Liga sino su carrera como director. En realidad el futuro del cine y la libertad de creación era lo que estaba en juego. Cecil B. de Mille soltó una larga perorata en la que defendió los métodos macartistas y se mostró patriótico y concluyente. Entre los demás directores el ambiente era incierto. Todos guardaban silencio, sin saber a qué carta quedarse. Entonces, John Ford pidió la palabra. Comenzó elogiando a Cecil B. de Mille como director: «No creo que haya nadie en esta sala que sepa mejor lo que quiere el público estadounidense que Cecil B. de Mille, y desde luego sabe darle lo que quiere». Luego miró directamente a De Mille, sentado frente a él, y añadió: «Pero no me gustas, C.B., y no me gusta lo que has dicho. Propongo que le demos a Joe (Mankiewicz) un voto de confianza y nos vayamos a dormir un poco». Y eso fue lo que ocurrió, cuenta Peter Bogdanovich en su libro sobre John Ford.

Hoy, pronunciarse a la manera del director de cine norteamericano no forma parte de los usos y costumbres dominantes. Expresarse en los términos de Ford remite a un conjunto de creencias demasiado sólidas, cada vez menos comunes y más opinables. Incluso las opiniones de los neofascistas que quieren acabar con el sistema, ilegalizar partidos y meternos en listas negras, disfrutan de una amplia tolerancia, y ese alucinante programa de convivencia no solo se considera admisible desde una parte de la clase política española sino útil para liquidar a una fantasmagórica «izquierda radical» o para acabar de un plumazo con los problemas de Catalunya.

No es difícil imaginar que a John Ford, que había leído y vivido mucha historia, no le gustaría ese espectáculo. Llamaría a los neofascistas por su nombre, y a sus socios políticos no les vería con mejores ojos. Los gaznápiros que sostienen que Vox no es, al fin y al cabo, más que el reverso de Podemos serían considerados por Ford tan embusteros como peligrosos, y la propuesta de ilegalizar partidos políticos le parecería digna de Cecil B. de Mille o de Franco. Seguramente nos vería como un país cuya democracia es débil, que cede a la presión del menor contratiempo y no sabe controlar a sus demonios familiares ni valora a sus políticos más serenos.

Por supuesto John Ford, que fue herido en la Segunda Guerra Mundial combatiendo el fascismo, vería a las derechas patrióticas como lo que evidentemente son: una mezcla de herederos ideológicos del franquismo y demagogos de pacotilla, cómplices políticos de los neofascistas, que no pueden compararse ni remotamente a los partidos conservadores de las democracias avanzadas.

No apostaría un solo dólar por un país cuyos códigos de conducta democráticos están siempre a medio acabar, en el que los que más presumen de patriotas son los más fantasmas, que arrastra taras seculares como una maldición y en el que los inquisidores vocacionales surgen hasta de debajo de las piedras. Un país con miedo a la libertad, atraído por sus peores pulsiones porque, en el fondo, muchos de sus ciudadanos con derecho a voto no confían tanto en la democracia como en la vieja costumbre española de lanzarse al vacío.

Ford no vería ni una sola ventaja o utilidad en esos valores y hábitos irracionales, que encierran una innegable carga de violencia potencial. Pero John Ford está muerto, y los principios que defendió frente a De Mille, aquellos en los que se fundan las sociedades abiertas y funcionaban como dispositivos de seguridad de las libertades, hace mucho que (empezando por su país) se pisotean descaradamente mientras la barbarie intelectual y la información «fake» se apropian de los discursos públicos con un espantoso aire de normalidad.

Entre nosotros ¿alguien representa hoy frente toda esa fuerza bruta algo parecido a la fuerza de la autoridad moral? Muchos de quienes deberían haber asumido ese papel han dimitido de sus responsabilidades, contemporizan y hasta actúan como teloneros de los socios políticos de Vox. Tampoco andamos sobrados, en ese sentido, de referentes admirables. Por eso, en un día como hoy, el recuerdo de una vieja anécdota de John Ford alcanza el valor de una lección moral. Después de todo, fue el mejor director de cine de la historia, rodó muchas películas del Oeste y sabía muy bien quiénes eran los malos.