lo extraño de las temperaturas y el deseo repentino de ir a la playa nos llevaron el martes a comprobar la fecha del calendario, pero fue el discurso del Rey el que nos sacó de dudas. Si en la tele aparecían ese mobiliario inolvidable y ese señor con barba hablando de la convivencia entre españoles, o estábamos en Nochebuena o en Catalunya habían vuelto a votar. El sentido de la realidad, duramente castigado por la larga coyuntura política y a estas alturas del año ya prácticamente inexistente en el país de las grandes regeneraciones y los gobiernos precarios, solo podía devolvérnoslo el Rey, como afortunadamente sucedió. Estábamos otra vez, menos mal, en Nochebuena.

Al parecer, la proverbial desorientación de los españoles necesita de un Rey que, como los hombrecillos de los viejos higrómetros de cartón, señale si el tiempo viene seco o revuelto, inseguro o ventoso, cuándo lloverá y qué debemos hacer en cada caso. La identificación con la presencia catódica y los consejos preventivos del rey se producen cada 24 de diciembre no por razones sociológicas o asentadas en una tradición que, después de todo, no es muy larga y viene de donde viene, sino porque el Rey conecta con nuestras ansiedades meteorológicas primordiales. Por eso cada Nochebuena el Rey parece un cruce de Jacob Petrus y el Calendario Zaragozano.

Las previsiones reales son siempre las mismas, y acaban con la advertencia a los españoles de que, en vista de lo que ha llovido, se protejan de sí mismos con el paraguas constitucional porque, como decía aquel personaje de Josep Pla en Viaje en autobús: «¡Se cometen tantas imprudencias!». La media de edad de los españoles es de 43 años, pero el Rey, consciente de que, hasta los novecientos y pico de Matusalén, cualquier edad es buena para recibir sabios consejos, aunque nadie se los haya pedido, sigue dándolos desprendidamente en Navidad en nombre propio, en el de su familia y en el de España, mientras combate las bajas presiones atmosféricas y nos ubica en el mundo real.

Casi la mitad de los españoles son republicanos, pero también a ellos se dirige afablemente el rey en Nochebuena, como el Papa incluye en su mensaje navideño a los devotos de otras religiones y a los descreídos. El mensaje del Sumo Pontífice, como el del Rey, es siempre el mismo, pero tiene la ventaja de que es difícil que no lo suscriban hasta los satanistas porque, ¿a quién no le cae bien el Papa Francisco? En cambio, el del Rey, que exalta el uso del paraguas constitucional para todo el año y para toda clase de contratiempos, desde la lluvia fina hasta el tsunami, divide mucho más a meteorólogos, politólogos y paleontólogos. Unos dicen que el paraguas loado por el Rey se ha quedado tan viejo que no se distingue en nada del que estrenó Noé en el Diluvio, si es que no es aún más antiguo, de los tiempos eónicos en que Dios creó a Sánchez Dragó. Frente a esa facción crítica y disruptiva otros sostienen que da igual el estado del paraguas porque lo importante es usarlo como eje para hacer frente al futuro, prietas las filas, aun a costa de laminar a los críticos. Aunque existe una corriente intermedia que pretende que, por lo menos, se cambie la tela del paraguas y se arreglen las varillas, lo cierto es que a ese sector lúcido moderado le cuesta Dios y ayuda hacerse oír en un país en el que, del Rey abajo, casi nadie escucha y todo el mundo actúa con respecto a lo que dice el prójimo como si oyese llover.

Precisamente esta semana la neuróloga Rocío Leal decía que la inteligencia se manifiesta en la capacidad de adaptarse a un entorno cambiante para sobrevivir, pero que esa capacidad de adaptación requiere de cambios mentales de gran potencia, y hace solo un mes unos investigadores de Harvard publicaban un estudio en el que se demuestra que exageramos nuestras discrepancias y que nos gusta pensar en los demás no como realmente son sino imaginarlos en sus versiones más radicales y polarizadas. De hecho, los experimentos recogidos en esos trabajos académicos indican que es relativamente fácil que quienes discrepan se pongan de acuerdo con asombrosa rapidez en asuntos que se plantean desde trincheras supuestamente irreconciliables. Pero ya dijo Bertrand Russell poco antes de morir, hace ¡sesenta años!, anticipándose a lo que nos pasa hoy, que para sobrevivir en un mundo «cada vez más estrecho e interconectado» deberíamos tener en cuenta dos cosas: guiarnos sin autoengaños por la observación de los hechos y asumir que algunos dirán cosas que desaprobamos, que el amor es sabio y el odio tonto.

Igual esos mensajes, de hoy y de ayer, son los que deberíamos tener en cuenta colectivamente, a la hora de elegir paraguas, para que el 2020 sea feliz, realmente nuevo y, en todos los sentidos, despejado.