impresiona la cantidad de libros que se han escrito sobre la estupidez. Recordemos algunos, sin remontarnos muy lejos en el tiempo, para no deprimirnos. Desde Erasmo y su Elogio de la locura (o de la estupidez) pasando por autores como Flaubert, autor del famoso Diccionario de ideas recibidas, por Mencken, que dejó divertidas (y vitriólicas) páginas sobre el asunto en su Prontuario, por Robert Musil y su conocida conferencia, por el tocho del húngaro Rath Vegh o por la Historia escrita por su paisano Paul Tabori, el interés por la estupidez no solo no ha decaído sino que, a juzgar por lo que periódicamente ofrece el mercado editorial, todavía hoy algunos tratados y taxonomías sobre ese asunto, al parecer insoluble, se convierten éxitos, como ocurrió en Italia hace unos años con El diccionario de la estupidez, publicado por el matemático y laicista militante Piergiorgio Odifreddi, distinguido con la Orden del Mérito de la República Italiana y también con el favor de los lectores. Su Diccionario ha sido traducido a varios idiomas en vista de que, al parecer, la estupidez no conoce fronteras y es universal, intemporal y fatídica.

¿Quién se libra de caer en lo que parece ser un rasgo consustancial al género humano que aparece tarde o temprano en las situaciones más imprevistas y a pesar de las precauciones más firmes o de libros como el de Odifreddi? Probablemente nadie. Todos somos, o hemos sido, o seremos estúpidos, no solo para los demás sino considerados objetivamente. En su inventario de estupideces, Odifreddi la emprende con casi todo lo que se mueve: desde la política hasta las religiones, desde los periódicos hasta lo políticamente correcto, desde el papanatismo antinuclear hasta las olimpíadas, desde Papá Noel y lo paranormal hasta la Pascua, Moisés, Montesquieu, Hollywood, la homeopatía y Beppe Grillo, sin excluir al cuerpo italiano de notarios ni al creador de Sherlock Holmes, ni a Dostoievski, ni a Tolstoi, ni tampoco a los murciélagos que también tienen su entrada.

Odifreddi observa el mundo desde el prisma de un racionalismo puro, y aunque es difícil no darle la razón casi siempre, si de repente desapareciese del mundo la irracionalidad que denuncia el matemático italiano la vida sería tan lógica y razonable como insoportable. La vida no es racional, ni lo ha sido nunca, y eso, que sabe muy bien Odifreddi, rodea su libro de un halo de nostalgia por una perdida Edad de Oro de la sensatez.

A pesar del tono generalmente abstracto con que los autores tratan la estupidez, sería estúpido creer que todos los estúpidos se parecen. Nada más falso porque mientras unos están dispuestos a aceptar sus estupideces ocasionales hasta con remordimientos, otros, en cambio, hacen de su estupidez una ininterrumpida forma de vida, un modelo de conducta que se presenta (incluso en sociedad, o en la vida pública) arrogantemente como ejemplar, como lo que nos conviene aceptar, jalear e imitar más allá de cualquier evaluación imparcial. Son esos estúpidos, los más recalcitrantes y seguros de sí mismos, quienes según Odifreddi, causan «daño al prójimo de dos formas contrapuestas: haciendo la vida imposible a aquellos que tienen ideas sensatas y útiles e impidiendo que las pongan en práctica o allanando el camino a los que tienen ideas insensatas o dañinas ayudándoles a realizarlas». No podemos aspirar a ese racionalismo sin fisuras que defienden los coleccionistas de estupideces, que tampoco son perfectos, pero sí podemos detectar, gracias a sus recurrentes señales de alarma, a los más temibles y con más poder, es decir, a quienes hacen que la vida sea peor. Y aunque ese propósito sea cada vez más complejo en un mundo en el que reptilianos, terraplanistas, negacionistas de toda clase y sus estúpidas versiones políticas (confusionistas, populistas y taxidermistas de la verdad) se hacen oír con fuerza y arrastran cada vez a más secuaces, por simple instinto de supervivencia (o de especie) deberíamos recordar quiénes son, su peligrosa condición de estúpidos de primera clase. La tarea es ardua y no exenta de riesgos desde que todas las opiniones son respetables. Empecemos, pues, dentro de nuestras modestas posibilidades, por lo fácil: agrupémonos todos contra el pin parental.