la primera hija de mis abuelos Victoria y Eduardo, mi tía Manola, fue la oveja negra de la familia. De carácter tan rebelde y atrabiliario que su madre le preguntaba a la tata:

-¿Tú crees que estará bien bautizada?

Dos años más tarde, a la tía Manola le llegó una hermanita, Victoria, que sería mi madre y, desde el primer momento, despertó los celos de su hermana.

-Tu tía Manola -me contaba la tata- era de armas tomar. Después de hacer caca en el orinal, ponía dos o tres monedas y le decía a tu madre: Mira, mira lo rica que soy que hasta cago dinero.

Cuando Manola tomó la primera Comunión sus padres pensaron que su carácter iba a cambiar, pero la niña siguió egoísta y caprichosa, y ni siquiera las oraciones de las tías abuelas de Almoines, Pasión y Sacramento, hicieron que sentara la cabeza.

En esta casa encantada, donde tantas veces se reunieron los miembros de mi familia, pienso ahora en mi madre y en su hermana Manola, y tengo la certeza de que sus ectoplasmas me acompañan para descubrirme nuevas piezas que encajen en el rompecabezas de mi novela. Hoy, en un armario lleno de viejos juguetes, he encontrado una muñeca de trapo vestida de Comunión completamente llena de alfileres, como de un ritual vudú. Al enseñársela a la tata, me dice:

-Esa muñeca era de tu tía Manola y una semana antes de que tu madre tomara la Primera Comunión, vi a tu tía clavando las agujas en la muñeca. Pocos días después murió tu abuelo Eduardo y tu madre hizo la Primera Comunión vestida de negro, con gran contento de su hermana Manola.

El año 1927, en el que Wilhelm Reich publicó La función del orgasmo, fue un año iniciático para la tía Manola, porque en el mes de mayo llegó al puerto de Gandia el buque-escuela de la Armada Real Inglesa Invictus. El Ayuntamiento organizó una recepción oficial. Y también, gracias a los buenos oficios del vicecónsul inglés don Francisco Romaguera Ruiz, hubo bailes y meriendas en varias casas de las familias más acomodadas de la ciudad.

-El día que dimos el baile aquí en la casona- cuenta la tata- tenías que haber visto a tu tía. Andaba como una loca detrás de un joven oficial y no dejó de bailar con él durante toda la tarde.

Repasé varias Notas de Sociedad de aquellos días de vino y rosas, dando cuenta de los saraos, guateques y cachupinadas. En la última, se daba cuenta de la misteriosa desaparición de Peter Stywesand, primer oficial del M.S. Invictus.

Al preguntarle a la tata, observo que aparece en sus ojos un brillo especial:

? ¿Qué recuerdas de todo aquello?

Guarda silencio. Suspira y, al fin, responde:

? Es un secreto de familia.

? Pues con más motivo para que me lo cuentes.

- Júrame que no vas a ponerlo en la novela.

? Puedes estar tranquila. Te lo juro.

- Ese Peter que desapareció fue el que perseguía tu tía Manola. Estaba loca por él, hasta el punto que el inglés pasaba algunas noches en su habitación.

-¿Y qué sucedió?

-Ya te lo puedes imaginar, que el inglés no quiso separarse de ella y no se presentó cuando el barco abandonó Gandia.

-¿Y se quedó aquí durante mucho tiempo?

-Toda la vida. In aeternum, como dicen los curas.

-¿Me estás tomando el pelo?

-En absoluto. Se quedó para siempre y -añadió con una sonrisa- está en la bodega.

-¡Por favor, tata! ¡Ya está bien de bromas!

-No, no. No es ninguna broma. Apuró el vasito de whisky y me preguntó: -¿De verdad quieres saberlo todo? Pues escúchame bien. La noche antes de que zarpara el barco, el oficial inglés se murió en los brazos de tu tía. A las dos de la madrugada Manola vino a despertarme con el rostro desencajado. Apenas podía hablar. Me tomó de la mano y me llevó a su habitación. Sobre la cama estaba el inglés desnudo, blanco como la leche y con su cosa más tiesa que un pepino. Pensé que era una broma y le dije: ¿Para ver esto me sacas de la cama? ¡Qué poca vergüenza tienes, Manolita!

-¡Está muerto!- gritó.

-No puede ser. Con eso así?

Tu tía me abrazó histérica sin dejar de llorar mientras repetía:

-Está muerto, tata. Está muerto. Está muerto.

Le ayudé a vestirlo y entre las dos lo llevamos hasta la bodega y lo metimos en un hueco que hay al fondo. Ahora prométeme que no lo vas a poner en la novela.

Se lo prometí. Pero en cuanto se fue a dormir, me faltó tiempo para ir a la bodega. Con el corazón acelerado, encontré en el suelo una argolla de hierro cubierta de polvo. Tiré de ella y, a la luz de la linterna, observé con espanto un cadáver perfectamente momificado con los ojos abiertos como platos. Vestía uniforme de oficial de la Marina Inglesa. Gracias a los aromas del vino de la bodega y al momento gozoso de su muerte, Peter Stywesand sonreía.

Mi tía Manolita siempre tuvo a su alrededor una nube de admiradores y, un año más tarde, se casó con Adrián Cavalera, un médico de origen italiano. Guapo, de barba cerrada, sonrisa amable y unos ojos negros escrutadores que parecían adivinar todo lo que ocurría en el interior de sus pacientes.

Mi abuela Victoria pensó que con tan excelente marido, su hija sentaría la cabeza. Afortunadamente murió sin conocer los desastres que jalonaron la vida de su hija Manola.

La herencia de mi abuela pasó por partes iguales a sus dos hijas. Los huertos situados en la Safor y la casa de Gandia a la tía Manola. Victoria, mi futura madre, heredó los huertos de Burriana y la Casona donde, a partir de entonces, vivió con la tata, ocupándose del cuidado y de la administración de sus tierras, por lo que viajaba con frecuencia a Castellón y Burriana. Una de sus fincas lindaba con otra, propiedad de la familia Flores, famosos armadores y exportadores de Castellón, y fue esta la causa que propició, años más tarde, el nacimiento de la compañía Cardona&Flores Orange Export.