en el pasado pleno sobre el estado de la ciudad Josep Alandete pronunció un discurso memorable en el que recordó los postulados ilustrados sobre la política como proveedora de la «felicidad» de la ciudadanía y la necesidad de que Gandia sea una ciudad en la que «nadie sufra» ni se sienta solo, una ciudad limpia, culta y despierta -añadió, evocando el famoso poema de Salvador Espriu- de personas críticas y tolerantes que no pierda el tren del futuro.

Cuando se refieren a intenciones generales los discursos públicos contienen una carga de optimismo que rara vez encaja en el ejercicio de la política como arte de lo posible según la famosa sentencia del Canciller de Hierro. Sin embargo, en lo que dijo Alandete cualquiera podía reconocer el talante, la trayectoria y los logros del gobierno local. Gandia cuenta hoy con un ejecutivo que funciona, arrastrado por la inercia del anterior, que ha mejorado en cantidad y calidad. Ese funcionamiento notable es cierto y comprobable excepto en un punto que sigue sin resolverse: el que afecta a las relaciones del consistorio con la Iglesia y, específicamente, a la idea de responsabilidad sobre sus bienes patrimoniales.

En ese sentido el discurso sobre «el patrimonio común» que mantienen la Iglesia y el muy opaco Director General de Patrimonio, Vicent Pellicer, es de una ramplonería clamorosa. ¿Sobre qué razonamiento, salvo la de que «quien paga descansa» del refranero, puede aceptarse que las instituciones públicas se anticipen a asumir la responsabilidad de bienes propiedad de la Iglesia cuyo mantenimiento ha sido pésimo? No existe ese principio al que acogerse, y desde luego no está en la Constitución, por no remontarnos a los puntos de vista liberales de Azaña sobre ese eterno problema. Existen, por el contrario, desde la Transición, políticas de permanentes donaciones graciosas, exenciones y concesiones a fondo perdido a la Iglesia que han creado una «cultura del sufragio» que si ha sido siempre cuestionable en un estado aconfesional hoy destaca rotundamente como una rémora histórica, más aún cuando la opacidad y los privilegios de la Iglesia española son incompatibles con una democracia de calidad, como lo es su constante oposición a leyes y decisiones políticas contrarias a sus dogmas e intereses.

Hasta tal punto se ha normalizado la cultura del sufragio que en Gandia, sin ir más lejos, cuando se va la luz en la Colegiata o hay que reparar el campanario la propietaria no llama a un electricista ni se toma la molestia de presentar un proyecto de reforma: llama al ayuntamiento, esperando que el dinero y los recursos públicos fluyan en la dirección habitual. La Iglesia se limita a comparecer en calidad de damnificada sin asumir su responsabilidad de propietaria ni hacer una sola propuesta económica. Lisa y llanamente: prefiere no pagar. Esas pretensiones, apoyadas en la monserga del «patrimonio común», no encajan ni metidas con calzador en el flamante discurso de Alandete, porque obedecen a las prerrogativas, dispensas y prebendas que han creado el andamiaje de la cultura del sufragio. Tras 42 años de democracia, todavía se desconoce el patrimonio real de la Iglesia española, que solo en los últimos veinte años ha inmatriculado 30.000 propiedades a su nombre al amparo de la ley Aznar. Según el Tribunal de Cuentas la Iglesia tampoco justifica correctamente los fondos que recibe del IRPF y sus «pelotazos» urbanísticos son conocidos. A pesar de todo, la imagen que intenta proyectar la Iglesia española es la de una institución carente de recursos, que ahorra dinero al estado y cuya misión es únicamente espiritual.

En Gandia la cultura del sufragio, que más que en principios o argumentos de peso se ha sostenido en el oportunismo político, ha pulverizado el sentido de lo público y ha distorsionado gravemente el concepto de responsabilidad. A las obras de reforma de la Seu, financiadas con un millón de euros, la Iglesia no aportó ni un céntimo, y al proyecto del Museu de les Clarisses, que costó otro millón, no solo no aportó nada, sino que logró algo parecido a un milagro. Tras dejar vacío el museo durante dos años, alegando que las obras expuestas, a pesar de haber sido restauradas con dinero público, eran de su propiedad, aceptó devolverlas solo después de arrancarle al ayuntamiento un canon anual de 30.000 euros y la cesión de la gestión del centro, de la que nada se sabe.

No es fácil simpatizar con una institución cuyo sentido de lo público ha sido simplemente extractivo y de la que Gregorio Peces-Barba, ponente de la Constitución, decía que no creía ni en la democracia ni en la libertad. Menos aún cuando este periódico revela hoy que la Fundación para la Restauración de la Colegiata lleva la friolera de diez años inactiva y que sus autoproclamados «portavoces» la han utilizado como instrumento de presión, mientras jaleaban al Director General de Patrimonio. ¿Cómo es posible que Vicent Pellicer (cargo de confianza de Compromís-Més Gandia Unida) desconociera el estado real de la Fundación cuando debería haber sido él, precisamente, quien advirtiera al gobierno local de la situación de esa entidad fantasma y de quienes la utilizaban para sus propios fines en declaraciones públicas y comunicados de prensa?

Pronto sabremos en qué medida se trasladan a la política real los discursos memorables o si lo que quedará para los restos será la cultura del sufragio.